Crónicas del subsuelo: La familia murciélago

Crónicas del subsuelo: La familia murciélago

Por:Marcelo Padilla

 Gente rara, extraña, de dudoso linaje, extraviados mentales, idiotas, genios, peligrosos e incapaces, enfermos y contagiosos.

-¿Plagas?

-¡Pestes!

... y torva aparición de lo esperpéntico. (Historia sensible y bella)

... de manera banal y austera, para no dar los vuelcos que toda historia sensible y bella tiene, resultó que una vez se cansaron de todo y se fueron a vivir al campo. De tanto teclear tenían las uñas largas y una especie de alas de membrana negra. En el campo se las cortaban con tijera de poda, de tan duras eran.

En la ciudad, escribían para el departamento de mecanografía de idiomas perdidos: les crecían una por una las uñas, a medida golpearan cada tecla de una vieja Remington Monarca; y de la desesperación, una noche, el más chico de todos los hijos del señor Víctor Torenchy -primo hermano del que fuera estatua arrastrada en Alemania del Este, Horacio Torenchy-, salió a la calle disparado como una flecha.

Saltó el niño menor de Víctor Torenchy desde su balcón, alterado, hecho murciélago. Con la uñas ¡por suerte! pudo amortiguar la caída al veredón. Y con las alas pudo darse vuelta.

Llegó la guardia.

Él, que quería explicarle lo que hubo sucedido, rasguñaba torpemente las puntas de las finas y largas narices de los vigilantes. Mirá si no lo iban a cagar a palos en el piso como lo hicieron. -"La momia, la momia", les decía para asustarlos. Una imbécil la criatura. Lo cagaron a guascazos.

Le avisaron y llegó el padre con sus uñas arrastrando en la pedrera. Los vigilantes, al verlo, se descompusieron por la pavura. El padre, más bueno que gato manco, asistió a los vigilantes ateridos, y dejó su hijo tendido, sangrando.

-¿Dónde hay que denunciar a este hijo del diablo? Preguntó el padre, levantando un dedo, desplegando sus alas; mientras, los vigilantes le rogaban entre tiritones: "a nadie, a nadie, váyase, déjenos en paz".

Como habrá podido apreciarse, la treta, le salió perfecta al señor Víctor Torenchy.

-Pobre pendejo, se escuchó.

Al padre, a Don Víctor Torenchy, dicen, le habría pasado lo mismo en las urdes de San Antonio una noche fría; y a la madre, ni te cuento. En los almacenes a la madre ni te cuento: abría las alas y con las membranas negras desplegadas se llevaba puesto víveres y avíos del almacén.

Es que todos los integrantes de la familia escribían y tenían ese mal congénito. Se amurcielaban. Eran los monstruos del barrio. Es más, les llamaban La Familia Uña, y les decían, para simplificar, "los uñas". Pero, cuando el caso pasó a la prensa se habló de La Familia Murciélago.

Una historia sensible y bella, les anticipé.

Resuelta su ontología vampírica, hablaré de aquí en más de La Familia Murciélago, así plegarme a la titulación que la prensa diera por aquel entonces.

El apodo "los uñas" quedó para los parroquianos del pueblito. Y ahí es donde uno tiene ganas de llegar cuando cuenta, al Ouroboros del eterno regreso de tales especies protohumanas que habitan bajo el celo de las nublaciones, tras los contornos de fuego de "las jorobaditas", esas malditas colinas ubicadas donde ni el viento se atreve.

Si en el pueblo les temían a los integrantes de La Familia Murciélago, imaginen el espanto para quienes nunca los vieron, y que de un momento a otro La Familia Murciélago en la boca de todas las mesas y sillas de los bares y cafés de la ciudad, estaba.

En matrimonios bien asentados. Y también espanto en los desasosiegos de la ciudad, en los sucuchos de los que nunca de la soledad salieron. El espanto era total.

La Familia Murciélago fue EL CASO de la ciudad por entonces. El problema fue dilema para sus vecinos del pueblo, y del dilema fue anatema. No les gustaba anduvieran diciendo.

Entonces, el mismo pueblo que acorraló a "los uñas", salió a defender por las calles, con antorchas y disfraces, a sus murciélagos del barrio.

Hubo que llamar a toda la parentela de los Torenchy. La cosa venía brava por el sur y por el norte. Por el este y el oeste. Entonces, se avivó el pueblo y en asamblea de grimorio meditó: "con los Torenchy nos defenderíamos del acoso de la ciudad". Dicho y hecho.

... y los Torenchy en innúmeras caravanas vinieron cruzando arroyos y lagos, montañas y vertederos, atravesando la Europa Central, y bajaron...

... gitanos de la vieja Transilvania y de la zona de los Cárpatos traspusieron el Danubio, y no pararon hasta afincarse en la arcaica Toledo bajo las arcadas afilando su cuchillería. Luego, se abrirían por Sevilla y Granada. Con los moros, de buenas hacía años la cosa estaba. Finalmente se embarcaron a mar abierto.

La mayor cruzada de la historia de ese pueblo de cíngaros transportaba, en su sangre, el linaje de los magiares.

***

Pertrechados tras montículos de piedras, en covachas cavadas en la tierra, agazapados en las bolsas de arena húmeda, Los Murciélagos Unidos del Pueblo dejaron que la interminable caravana de la Familia Torenchy entrara a la plaza principal, bien custodiada por los parroquianos. De los balcones los vítores, los aplausos, las vivas a los Torenchy por tamaña proeza solidaria. Pero, de la ciudad no llegaba ni un cuatrero en móvil, ni mucho menos la guardia que es de mandarse pa los bochinches del bajo rural.

***

Hasta el cura de la capilla vestía de murciélago. De la parroquia, le habrían mandado unos trajes a la sazón. Y el cura muy de murciélago por las calles empedradas. Los niños alrededor, jugaban con el cura, y le tiraban agua de unos pomos viejos y despintados que quedaron del carnaval anterior.

Víctor Torenchy, de gesto adusto, se le acercó al cura, y le dijo si no le parecía demasiado montar un numerito en tales condiciones. El cura, que estaba en pedo, le hizo una mueca esperpéntica, sardónica. Como Don Víctor no estaba de buen humor, al curita lo mandó a que se pegara una ducha rápida con agua fría en los baños públicos. Dicen, el cura se quedó dormido bajo la ducha. De resaca. Hacía rato que la participación de los curas era por demás imbécil en la comarca. Habrase visto...

No sirven pa un carajo estos de pollera, dijo Don Víctor Torenchy en voz baja, preparando su arcabuz.

Toda la Familia Murciélago se acuarentenó en su mansión de madera. Los numerosos hijos del matrimonio estaban amurcielados con las alas desplegadas, preparados para el gran ataque, en la retaguardia de todas las formaciones y milicias del poblado que custodiaban celosamente su lugarcito en el mundo. Mientras, la prensa hablaba de invasión, en la ciudad no se despegaban de los televisores prendidos. Es una guerra, una guerra interna donde el enemigo se nos ha infiltrado por las catacumbas. No ha nacido quien, dijo en un discurso improvisado el capitán del ejército del pueblo, que en realidad no sabía usar armas porque tocaba en la banda de la policía. Y solo manejaba la trompeta y un par de cajas de percu. Un inútil para la guerra, diríamos.

***

La esposa del Don Víctor Torenchy, vivaracha pa esta cuestiones, organizó a las mujeres de los almacenes. Y del piso levantaron los avíos. Lavandina, alcohol de quemar, cieno, velones, fósforos y mucho whisky para las tropas de la primera línea de murciélagos. En ponchos como fantasmas, las mujeres tutelaban la zona de los arboles oblicuos, bajo una sombra nocturna anquilosada en la cumbre de las colinas. "Qué vengan, que vengan", gritaban las mujeres al mando de la señora murciélago, ahora capitana del poblado. Respetada por comerciantes y mendigos, panaderos y labradores.

***

El desenlace fue una masacre. Todos los hijos de los Torenchy no aguantaron más y se dispararon a lo kamikaze sobre las hileras de soldados que la ciudad había mandado. Murieron todos, hijos propios y soldados extraños, pero el pueblo quedó feliz defendiendo su territorio y su prosapia. A los hijos de los Torenchy les hicieron monumentos escandalosamente altos, sobrepasaban los penachos de las colinas. Podían avistarse a doscientos kilómetros. La ciudad no asumió su derrota y estigmatizó al pueblo de La Familia Murciélago. Los borraron del mapa, no les mandaron más cartas ni proveedores pa los almacenes. El sitio quedó endogámico. Los murciélagos gobernaron a sus anchas por cinco siglos sostenidos.