A 23 años del atentado a la AMIA: por qué nadie quiere investigar
Hace 23 años, a las 9:53 de la mañana de un trágico lunes, estallaba en mil pedazos la sede de la AMIA, ubicada en la calle Pasteur 633 de la Ciudad de Buenos Aires.
Durante las primeras horas, solo reinó la confusión. ¿Fue un atentado antisemita? ¿Fue un pase de facturas? ¿Quién estuvo detrás de semejante locura?
A pesar del paso del tiempo, las preguntas aún hoy persisten sin encontrar una clara respuesta. Ni la justicia, ni la política, ni los medios —salvo honrosas excepciones de una decena de periodistas— se molestaron en buscar la verdad.
Ello a pesar de que los diferentes y sucesivos gobiernos juraron que harían lo posible e imposible por echar luz a ese luctuoso hecho. Todo quedó en palabras de ocasión, lamentablemente.
Mal que les pese a quienes aseguran que se trata de un caso complicado, la verdad de lo ocurrido en la AMIA aparece en los primeros cuerpos del expediente judicial. Allí incluso aparece la factura de la bomba que estalló en la mutual judía, la cual, dicho sea de paso, fue oportunamente publicada por el Post.
En un principio, la investigación fue por los carriles correctos, llevando a lugares recónditos y complicados para los intereses del menemismo. A partir de entonces, comenzó a moverse una impresionante maquinaria político-judicial-mediática que terminó desviando la indagación y logró implantar una trama inverosímil.
Aunque todos los indicios apuntaban a ciudadanos sirios, en el marco de una suerte de venganza contra el entonces presidente Carlos Menem, el otrora todopoderoso Antonio Stiuso —con la complicidad del entonces juez Galeano y poderosos funcionarios menemistas— introdujo la fábula de la pista iraní, de la cual no hay una sola prueba.
Consultado Alberto Nisman por este cronista —junto a quien sería coautor de su libro AMIA, la gran mentira oficial, Fernando Paolella—, el fallecido fiscal admitió que nunca había visto las pruebas contra Irán que juraban tener en su poder la CIA y el Mossad, los servicios de Inteligencia de EEUU e Israel respectivamente.
A la mentira de la denominada “pista iraní” se le sumó la existencia de una supuesta camioneta Trafic que luego se supo falsa. De los 200 testigos del caso AMIA, solo una mujer llamada Nicolasa Romero admitió haberla visto; luego se desdijo, admitiendo que la policía la había presionado.
No hubo ningún coche-bomba: los explosivos fueron colocados en un volquete que reposaba en la puerta de la mutual judía justo antes de que estallara.
Este pertenecía a la empresa Santa Rita, cuyo titular era un sirio llamado Nassif Hadad, a la sazón comerciante de explosivos. De hecho, meses antes había comprado la misma cantidad de nitrato de amonio que explotó en la AMIA.
El volquete, a su vez, estuvo demorado horas antes en un baldío que pertenecía a otro sirio, Alberto Kanoore Edul, más que cercano a otro connacional, el narcoterrorista Monzer Al Kassar.
Ello fue coronado por la presencia de un tercer personaje, Alfredo Yabrán, cuya empresa La Royal fue encargada de limpiar la AMIA el domingo por la noche. Es decir, pocas horas antes de que estallara. De más está decir que Yabrán era… sirio.
Ante lo dicho, ¿por qué no se investigó jamás la pista siria? ¿Por qué no se hurgó en las promesas incumplidas de Menem hacia el expresidente sirio Haffez Al Assad?
El propio Stiuso reveló hace poco en la justicia que se desvió todo atisbo que llevara a esa línea de investigación. ¿Quién lo decidió? ¿Por qué?
Las respuestas son más que complejas, ya que las presiones llegan hasta el día de hoy desde centros de poder norteamericanos e israelíes.
Ello no permite avanzar a la hora de encontrar la verdad, ni tampoco esclarecer otros expedientes, como el que investiga la muerte de Carlos Menem Junior, hecho que Zulema Yoma suele denominar, no sin tino, como el “tercer atentado”.
Todo lo que diga hoy el macrismo, que será calcado de lo que ya dijo el kirchnerismo y el menemismo, serán palabras vacías y vacuas.
Ya lo dijo Francisco de Quevedo: “La hipocresía exterior, siendo pecado en lo moral, es grande virtud política”.