Vale la pena repensar la lección de Locche en clave política. ¿Cómo se modifica una historia de piñas y más piñas? ¿Con nuevos golpes o con estrategias que cambien la forma de pelear?
¿Y si esquivamos las piñas, como hacía Nicolino, El Intocable?
Yo vi pelear a Nicolino Locche. Fue en Mendoza en 1973, en un ring montado en la cancha de fútbol de Gimnasia en el Parque. En un deporte consistente en golpear al rival hasta tirarlo, "El Intocable" inventó un estilo único: no dejarse pegar. Lo suyo fue como la cara oculta de la luna, como el silencio que rodea a las palabras en un poema perfecto. Es difícil explicar a un boxeador como Locche, es preciso verlo en acción.
Vale la pena repensar la lección de Locche en clave política. ¿Cómo se modifica una historia de piñas y más piñas? ¿Con nuevos golpes o con estrategias que cambien la forma de pelear? "El Intocable" se cansó de ganar peleas haciendo fintas. Pero la noche del título mundial ante Takeshi Fuji, un salvaje kamikaze que demolía rivales con su violencia, Nicolino estaba entrenado como nunca y además castigó a su rival. Golpes y esquives, amagues, pasos atrás y piñas. Usó todo el repertorio. Pero siempre con la innovación de no dejarse pegar, de cambiar la lógica para enriquecer la faena. El boxeador mendocino esa noche fue un mago, mezcla de bailarín y puma. Bailó a su rival y lo surtió de trompadas hasta que se retiró de la pelea.
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Venimos de una semana con escuelas tomadas por algunos alumnos con apoyo de sus padres y de ciertos directivos y hasta con un habeas corpus del gobierno nacional para promover las tomas; un puesto de gendarmería y propiedades privadas en la Patagonia atacadas y usurpadas por grupos mapuches antisistema; espacios públicos tomados a la fuerza y ocupados por movimientos sociales, con acampes como el de la Plaza Independencia; empresas, algunas pymes incluso, bloqueadas por mafias sindicales que aprietan a quienes quieren trabajar y dificultan o paralizan la producción; bloqueos de grandes industrias por sindicatos que utilizan métodos violentos ya naturalizados; barras bravas que rompen a los tiros un piquete para poder llegar a un partido; conflictos gremiales que detienen la producción de gomas y con ella la paralización virtual de la industria automotriz. Todo esta violencia en nombre de reclamos de derechos en un país que necesita como el aire trabajar y producir, y por lo tanto educarse y preservar el orden. Porque mientras toda esta sinrazón sucede cae el salario y la riqueza en general, mientras crece la pobreza, la indigencia, la inflación, la inseguridad y empeora la educación. Los conflictos enumerados tienen un denominador común que acompaña a la violencia. En ellos se comete como mínimo un delito, que por desgracia se naturaliza y casi nada sucede para evitarlo. También hay un perjuicio por parte del grupo que protesta contra el bien común. Por ejemplo, con los salarios docentes que se pagan mientras no hay clases por las tomas o los destrozos en los espacios públicos vandalizados en los acampes y las marchas.
Con escuelas cerradas no se aprende, con violencia sobre la autoridad estatal y la propiedad privada no se puede tener una Nación plena, con miles de personas ocupando el espacio público y afectando el derecho de circulación del resto en nombre de su derecho a protestar, no se mejora la condición de nadie, ni de quienes protestan. Además que no hay que cansarse de decir que no es necesario para protestar perjudicar a otros que quieren trabajar, estudiar o circular. Se puede protestar sin violar derechos ajenos.
En este clima abrumador, tóxico y asfixiante, vale la pena indagar en algunos ejemplos que, como Nicolino Locche, no busquen avanzar a las piñas, sino que hagan amagues y fintas para evitar los golpes y peguen sólo cuando sea necesario. A ver si cambiando la estrategia, cambian los resultados.
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Primera premisa, y en esto tomo artículos recientes del historiador Luis Alberto Romero, se hace necesario "recuperar el Estado". ¿Cuál estado? Uno que tenga las capacidades que tuvo y que ha perdido merced a años de mala gestión populista, cuya versión más acabada ve al conflicto como la harina para amasar el pan social. Cuando a todas luces es al revés.
Romero lo explica con claridad y adelanta algo clave: es una tarea hercúlea. Porque tenemos un estado fofo, que se autopercibe "presente" en el relato de sus ocupantes, pero no puede cumplir con eficacia sus tareas. Ya no digamos diseñar un programa económico eficiente, que es el inicio, sino hacer que las escuelas enseñen, que las fábricas produzcan y los comercios puedan vender, que los hospitales curen, por sólo decir temas obvios. Desde ya que, recuperando un orden que se ha perdido, pueda brindar seguridad a la población y luchar contra las mafias, enquistadas en mundos tan distintos como el sindicalismo, el deporte, dentro de las actividades legales y deseables, o en las ilegales, como el narcotráfico. Para buscar esto Romero intenta repensar y recuperar nuestra historia desde una perspectiva amplia y no teñida de la lógica perversa de buenos y malos, amigos y enemigos, patriotas y anti patria. En muchos casos, incluida la educación, la historia está cautiva de un relato falso e intolerante que la usa con fines partidarios y sectoriales.
En la dirección de la recuperación estatal leí un libro verdaderamente singular y recomendable porque aborda el tema económico y evita repartir culpas sino que, al estilo Nicolino, apuesta a mostrar donde estamos y a donde deberíamos ir, buscando mostrar un camino que pueda ser convocante. No descarta que para recorrerlo se deberá transitar un sendero tortuoso y enfrentar muchos intereses que se resistirán al cambio porque perderán prebendas. "Una vacuna contra la decadencia" tiene como subtítulo "Cuestionando consensos sobre el funcionamiento del sector público argentino", de los cordobeses Osvaldo Giordano (ministro de Finanzas de la gestión Schiaretti desde 2015) y Carlos Seggiaro y del jujeño Jorge Colina (presidente de IDESA).
La primera originalidad del libro es que hace un diagnóstico descarnado de lo que le sucede a la Argentina sin echarle la culpa a nadie y mostrando que viene de lejos y de múltiples gestiones. Presenta una visión que contiene otra originalidad: las cosas malas que se hacen cuentan con un enorme consenso y se transforman en las reclamadas "políticas de estado". Se aceptan y repiten a pesar de los malos resultados. Así avanzan sobre el sistema previsional, sobre los impuestos, sobre las funciones de las provincias y de la Nación y sus superposiciones, sobre la coparticipación federal y las injusticias que genera, sobre los empleados públicos, la corrupción y la corrección política que sustenta los consensos erróneos. Frente a este panorama sugieren una serie de estrategias para modificar los malos funcionamientos y ordenar la economía. Tiene conexiones con lo planteado por Romero desde la historia: poner a funcionar al estado, no para que alguien o algún grupo se sirva de él sino para que sirva al bien común.
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Los males los sintetizan en dos condiciones básicas que deben ser revertidas dentro del sector público. La primera es que por esas malas organizaciones y desórdenes, hay un desequilibrio financiero crónico. Se gasta más de lo que se recauda o se recauda menos de lo que se gasta, como se lo quiera ver y esto, aunque muchos lo toleren, es un imposible que genera los problemas que padece el país hace décadas. Y la segunda característica, que sintoniza otra vez con Romero, es la baja capacidad de la gestión pública. "Nuestra tesis -dicen los autores- es que los programas de gobierno, más allá de sus intenciones, de su calidad y consistencia, y de la idoneidad de sus ejecutores, están condenados al fracaso por insuficiencia de los recursos y de gerenciamiento... Por más convencimiento y decisión que se tenga en qué hay que hacer, y por más consistentes que sean los planteos, la organización y el funcionamiento del sector público hacen que no haya manera de instrumentarlos". Sin desconocer que hay otros factores, ponen el ojo en el centro del problema: la mala calidad del gasto público y, sobre todo, la carencia de personas con la capacidad de gestión adecuada para ejecutar las políticas públicas con eficiencia. Es decir, más allá de los necesarios equipos técnicos que el Estado debe tener, los imprescindibles gestores políticos de los programas.
Si hay algo inevitable es el futuro. Seguir repitiendo las recetas de la decadencia, sólo autoexculpándose y culpando al resto de los males, ya resulta ingenuo e inútil. Habría que probar con acciones, al estilo insuperable de Nicolino para boxear, que inviertan la dirección de los caminos de la decadencia argentina.