La embestida contra el presidente gestada en su propia fuerza política por la vicepresidenta Cristina Fernández constituye una locura política. Un gesto de irresponsabilidad, impotencia y furia por el resultado electoral, que coloca al país al borde de una nueva y peligrosa crisis.
Locos de atar
La historia no se repite dos veces de la misma manera. Una será como tragedia, y en otra lo hará como farsa. Podría ser esta una interpretación más o menos ajustada de la célebre frase de Hegel. Pero aquí no aplica. Argentina es la excepción. Vamos metiéndonos de una desgracia en otra sin medir alcances ni consecuencias.
La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, furiosa, impaciente y contrariada ante el resultado electoral adverso de las PASO, decidió desatar una tormenta política monumental sobre el presidente Alberto Fernández, a quien ella misma eligió como Jefe de Estado, quitándole poder desde aquel día en que lo ungió -por su sola decisión y a través de las redes sociales- como titular del cuarto gobierno kirchnerista. Puede estar allí, en aquella anomalía institucional aceptada mansamente por el actual presidente y los principales dirigentes peronistas, el origen de la crisis que vivimos hoy. Esa vez, el actual presidente prometió "No volver a pelear con Cristina".
La derrota electoral y el carácter combustible de la vicepresidenta hicieron explotar aquel acuerdo inicial con Alberto. Por ello, mandó ayer a renunciar a una veintena de funcionarios de primera línea del gobierno nacional, todos los que le responden a ella, empezando por el ministro del interior Wado de Pedro. Así, La Cámpora, el Instituto Patria, Cristina misma, vaciaron de poder al gobierno nacional del que forman parte. La pelea fue por los cambios que la verdadera jefa política del Frente de Todos quiere implementar, y que el presidente intenta resistir hasta noviembre. Ello abarca personas, ministerios, la demanda de más dinero social para ganar como sea las elecciones, y el acuerdo con el FMI.
Hay una pelea de fondo, aunque parezca increíble que suceda en el siglo XXI. De un lado están quienes pretenden una economía estatista, intervencionista y deficitaria, pero respetando un mínimo de reglas económicas básicas. Este grupo podría estar representado por el ministro de economía Martín Guzmán, el de producción Matías Kulfas, y el presidente Alberto Fernández. Al otro lado de la pared aparece un cristinismo aún más radicalizado que quisiera ir más allá y romper todas las reglas de juego, para llevarnos a modelos que, como el venezolano, han fracasado y generado muerte, pobreza y el exilio de millones de sus ciudadanos.
Cristina no es una imbécil política. Pero suele destruir de un modo brutal aquello que no le conforma. Lo que hizo ayer colocó al presidente y al gobierno nacional en terapia intensiva, y al país al borde mismo de una crisis institucional. Hoy jueves 16 de septiembre, no hay un gobierno funcionando. La mitad de los ministerios de la Nación están acéfalos.
Hay que retroceder 21 años en nuestra historia para encontrar una crisis política de tal magnitud. Fue en octubre del año 2000, cuando Carlos "Chacho" Álvarez renunció a la vicepresidencia y denunció corrupción en el gobierno y en el Senado de la Nación. El caso fue conocido como el de la "Banelco", o de las Coimas en el Senado. Los ministros que le respondían abandonaron el gobierno. Un año después, el entonces presidente Fernando De la Rúa renunció muy debilitado en medio de una fuerte debacle económica, política, y social. Otra crisis de proporciones ocurrió en 2008. En la madrugada del 17 de julio de ese año, el ex gobernador radical mendocino Julio Cobos, por entonces vicepresidente, definió en contra del gobierno un proyecto de ley de retenciones móviles a las exportaciones del campo en una votación dramática. Un año después, la oposición ganó las elecciones de medio tiempo.
Sólo para una dirigente como Cristina Fernández, una derrota electoral constituye una tragedia que debe ser saldada con una crisis política e institucional que deja al país al límite del abismo. ¿Qué pasa si Alberto Fernández se va? ¿Se sentiría ella junto a La Cámpora en situación de poder gobernar el país? Es muy improbable. El Movimiento Evita, para empezar, ya anunció que saldrá a la calle a apoyar al presidente y lo mismo hizo de modo más moderado la CGT. ¿Qué van a hacer los "renunciados" si Alberto no les acepta la dimisión? ¿Cuál de los sectores en pugna cederá, o cuál redoblará la apuesta? ¿Los peronistas sensatos, que son muchos distribuidos en todo el país, tendrán la valentía democrática de dar su opinión o esperarán, como en el neoliberalismo menemista de los '90, para ver hacia donde sopla el viento?
Lo que acaba de hacer la vicepresidenta al empujar las renuncias masivas de sus acólitos no constituye sólo un error político y de cálculo de proporciones mayúsculas. Es una locura total. Una insania política que requerirá de mucho esfuerzo de los sectores razonables del gobierno, de los gobernadores, y de la oposición, para restaurar la autoridad y la investidura presidencial dañadas. Llevará más trabajo al gobierno reparar un mínimo de confianza en el mundo real de los empresarios, comerciantes y trabajadores que todos los días padecen la macroeconomía desastrosa de este país.
Cristina está acostumbrada al maltrato. Lo hizo con el campo, los medios, la Justicia, los ciudadanos que querían dólares, y las empresas, durante las tres experiencias kirchneristas anteriores. Lo hizo también con gobernadores e intendentes de su propio partido, a quienes no les levantaba el teléfono para escuchar siquiera sus pedidos de disculpas, en los últimos años de su presidencia. ¿Por qué no tendría ahora las mismas conductas? Sólo que el objeto del inédito bullying ha sido el propio presidente de la Nación, a quien le quedan pocos caminos.
Si Alberto Fernández decide resistir y no echar a los ministros cuyas cabezas está pidiendo la jefa del movimiento -es decir, desobedecer las exigencias-, podría ser sometido a un fuego intenso de consecuencias imprevisibles y por tiempo indeterminado. Por el contrario, si la decisión fuese la de someterse a las presiones kirchneristas, se quedaría totalmente vacío de poder. Y mandarían Cristina y Máximo Kirchner por sobre todos los poderes del Estado. Todas las salidas a esta crisis son subóptimas, ante un país que votó en contra del gobierno por las desastrosas gestiones de la economía, de la pandemia, y los escándalos que fueron desde la vacunación VIP a las fiestas en Olivos. La locura cristinista perpetrada ayer no hizo más que empeorar la situación, y traer a colación dolorosos retazos de historia en los que las peleas internas del peronismo se resolvieron a sangre, como la masacre de Ezeiza, o el proceso de nacimiento y desarrollo de las agrupaciones terroristas, en los setenta. Hoy, por suerte para todos nosotros, no hay condiciones para aquellos niveles de violencia. Pero la lógica política de algunos no es tan diferente.
Es probable que -ante la gravedad de la inflación y la pobreza y escasas herramientas para resolverlas- Cristina advierta que las elecciones de noviembre configurarían un escenario probable de derrota para el oficialismo, y luego dos años de penurias económicas y sobre todo judiciales hasta las presidenciales de 2023. Ante un futuro repleto de acechanzas, la vicepresidenta reaccionó con la violencia política que la caracteriza, impresa en su ADN. Y así como fue artífice de una alianza exitosa que fue útil para ganarle las elecciones a Mauricio Macri y Juntos por el Cambio en 2019, es ella misma la que parece querer destruirla a martillazos cuando alguien no sigue sus designios.
El problema es que más allá de los antojos y locuras de Cristina y sus seguidores, habrá en una eventual crisis institucional daños colaterales a los argentinos, que ya no estamos para mayores sufrimientos. Hay que detenerse a leer los grupos de WhatsApp de vecinos, compañeros de trabajo, estudiantes, padres y madres de familia, socios de clubes, amigos, grupos de afinidad de lo más diversos. Arden desde ayer. Muchos se plantearon si no sería prudente correr al supermercado a aprovisionarse de alimentos, o tener el pasaporte a mano. Por las dudas. Esa es la dimensión del daño que Cristina le hizo a su propio gobierno, pero también al país. El reflejo de esta crisis es el miedo al porvenir inmediato, que muchos podrían sentir ante la locura política desatada por un resultado electoral adverso, algo que es normal en las democracias del mundo, pero que aquí se vive y ejecuta como una tragedia que pagamos todos.
(*) Los autores son presidente de Plataforma Digital, empresa editora, y director periodístico de Mendoza Post.