Hace 132 años Pedro Nolasco Castro Rodríguez cometió un femicidio y filicidio a la vez para salvar su imagen y su cargo.
El sacerdote que envenenó a su esposa y su hija para "salvarse"
Pedro Nolasco Castro Rodríguez, el primer párroco de Olavarría, mató a su esposa Rifuna Padín y Chiclano y a María Petrona, su hija de diez años. Ocurrió el 5 de junio de 1888 cuando el cura tomó la fatal decisión para intentar continuar en su cargo y mantener su imagen. La historia fue publicada hoy por Infobae.com
El hombre nació en Galicia, España, y se ordenó como sacerdote a temprana edad. Luego se embarcó a Montevideo y conoció al pastor de la Iglesia Anglicana, Mr. Thompson. Por ello, decidió cambiar el rumbo y se adhirió al anglicanismo, una de las formas de protestantismo que en la Europa del siglo XVI había movilizado y segregado a la religión cristiana. Un par de años después fue trasladado a Buenos Aires.
Thompson lo llevó con el doctor Real, quien también era español y ex sacerdote, aunque valenciano y doctor en teología. Sin embargo, algo pasó con Real. Algunas versiones indican que Castro Rodríguez lo envenenó y mató con bicloruro de mercurio y otras que al menos lo intentó. Sin embargo, lo que es cierto es que no fue denunciado, pero sí debió salir de la iglesia anglicana, según reveló en su nota el diario Infobae.
Fuera de ello conoció a Rufina Padín y Chiclano, hija de un jefe militar. Ambos se casaron en 1873, dos años después de haberse conocido en la Iglesia Episcopal Metodista. Thompson negó esta celebración teniendo en cuenta que había sido apartado de las instituciones religiosas, tanto así que algunos afirman que llegó a simular la boda en un salón disfrazado de iglesia.
Ambos estaban sin trabajo y con muy poco dinero. La mujer logró trabajar en casas particulares para solventar los gastos. Se mudaron al pueblo de ranchos, pero la pobreza continuó. Por esto, Pedro Nolasco Castro Rodríguez solicitó ser readmitido por la Iglesia católica al párroco de Nuestra Señora de La Merced. Suplicó perdón, pero le ocultó su relación amorosa, según afirma Diego Zigotto en su libro Buenos Aires Misteriosa 2.
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En 1878 el cura y su mujer tuvieron a María Petrona Castro, en secreto y absoluta reserva. Pero el párroco no estaba dispuesto a dejar su cargo y su bienestar económico. Obligó a su esposa y su hija regresar a Buenos Aires con la promesa de visitarlas asiduamente y girarles dinero.
En 1880 fue ascendido como cura párroco de Olavarría. Allí se ganó el cariño de los feligreses por su carácter jovial, su cultura y sus modales. Dos años después fue nombrado sacerdote del pueblo por el señor León Federico Aneiros. Se había hecho cargo de la parroquia, un edificio que aún hoy está en pie y donde funciona el Teatro Municipal. A su vez, su hija crecía y su mujer demandaba más atención. Rufina sospechaba que su esposo le era infiel. Por eso, ella y su hija decidieron tomar el tren hasta Olavarría. El cura las recibió y las llevó a la casa parroquial en donde cenaron.
La mujer había tomado la decisión de vender una propiedad en Buenos Aires y depositar el dinero en la cuenta de Pedro con la intención de comprar una casa cerca de la iglesia e instalarse para rearmar la familia. Los planes de Castro Rodríguez eran muy distintos porque comprometía su función eclesiástica y complicaba sus otros amoríos. Esa noche, cuando Rufina y Petrona se fueron a dormir, se escapó a la farmacia y se robó un frasco de sulfato de atropina.
Minutos después le propinó la droga a la mujer, pero el efecto no fue tan letal como esperaba. Esto se tradujo en temblores, gritos y convulsiones y esto podría generar sospechas. Por eso, tomó un martillo y le dio dos fuertes golpes en la cabeza. Esto hizo que Petrona se despertara y por eso, también le dio veneno a su hija, a quien acompañó durante tres horas en sus espasmos de muerte.
Para deshacerse de los cuerpos solicitó la inhumación en la Municipalidad. Presentó documentación adulterada que informaba la llegada del cadáver de una mujer y que debían hacerle un certificado de defunción porque en donde había muerto no había médicos. Además, le solicitó al carpintero que construyera un féretro grande porque el cuerpo era de una mujer obesa que ya venía hinchado por la putrefacción.
"A la noche llevó el cajón a la iglesia, y luego se dirigió a su casa a buscar los cuerpos -narró Zigotto-. No tuvo fuerzas para cargar el de Rufina, por lo que fue necesario arrastrarlo hasta el templo. Se dio cuenta de que la sangre seguía manando de las heridas en el cráneo de su mujer. Envolvió entonces la cabeza con una toalla, pero notó que la sangre rápidamente manchaba el género y dejaba un reguero en el piso. Más tarde volvió por el cuerpo de su hija", relata Zigotto en su libro.
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Debió presionar los cuerpos para que entraran en el ataúd. Esto también dejó sangre en el suelo, pero él no lo advirtió. A la mañana siguiente el servicio fúnebre también notó que el féretro chorreaba sangre, pero el cura argumentó una razón sólida para que nadie sospechara. Luego del entierro regresó al templo y limpió los pisos, las gotas y de toda prueba que lo comprometiera. Sin embargo, Castro Rodríguez no advirtió la presencia del sacristán de la parroquia, Ernesto Perín. Él había visto a dos mujeres, un vestigio de sangre y un sospechoso proceso de inhumación. Hubo silencio en el pueblo. Pero dos meses después Perín viajó a La Plata para denunciar el caso ante el comisario Carlos Costa.
En el libro Crímenes sorprendentes de la historia argentina, su autor Ricardo Canaletti cuenta en el capítulo "El extraordinario caso del cura asesino" el diálogo que tuvo el sacristán con el comisario: "Vine a verlo personalmente porque estoy en conocimiento de un hecho de una gravedad inusitada, y como advierto que en Olavarría, pues es allí donde ha ocurrido, nadie hace nada y ya pronto se cumplirán dos meses de estos terribles hechos, me decidí a relatarle a usted personalmente lo sucedido. Señor Costa, yo soy un simple sacristán. Este... lo que vengo a decirle es que el cura párroco de Olavarría, Pedro Castro Rodríguez, envenenó a su mujer y a su hija de 10 años en la propia iglesia".
El oficial creyó la historia y visitó el pueblo junto al médico Marcelino Aravena, el comisario inspector Adolfo Massot y un grupo de agentes de policía. "Al llegar a la estación de Azul, llamó telegráficamente al Comisario del pueblo donde habían acontecido los crímenes y le ordenó la inmediata detención de Castro Rodríguez. Cuando recibieron la noticia, los policías olavarrienses no podían dejar de mirarse sorprendidos... ¿Tenían que detener a Castro Rodríguez? ¿Había matado a su esposa y a su hija? ¿Pedro Nolasco Castro Rodríguez? La noticia corrió como reguero de pólvora. ¡Nadie podía creerlo!".
Tras la negación del sacerdote. El comisario decidió procedió a exhumar el cadáver. Ahí saltó a la luz que había matado a su esposa y su hija. Al día siguiente llevaron al detenido hacia La Plata. Le quitaron el hábito y fue insultado por vecinos y fieles de la zona.
La iglesia de Olavarría estuvo cerrada un año. En 1898, una década después del doble homicidio, se inauguró la iglesia San José. La primera parroquia del pueblo fue una cafetería y una concesionaria antes de erigirse el Teatro Municipal. El cura asesino fue condenado a prisión perpetua, luego de que un funcionario gubernamental intercediera en su fusilamiento. Murió en la celda trece en el Penal de Sierra Chica la mañana del 27 de enero de 1896. Tiempo después, el doctor Juan Basílides de Peñalba y Aranda, gobernador de Salta, pidió exhumar su cuerpo y extraer su cráneo para ser estudiado.