Un estudio reciente arrojó resultados muy interesantes sobre los recuerdos. Un encuentro con un desconocido me trajo un momento olvidado. Con todo eso armé esta columna semanal.
Recordar para ser feliz puede salvarnos
Olvidé una fecha importante. Hace unas semanas se cumplió un aniversario de la muerte de mi hermano, el primero en dejarnos y en obligarnos a enfrentar la difícil tarea de reconocernos, de golpe, como un número impensado: "ahora somos cinco".
No sé por qué lo olvidé. Traté de recordar qué pasó o qué hice ese día y los anteriores, pero nada. Fue recién una mañana soleada, temprano, cuando me crucé con un desconocido que, por un segundo, tuvo un parecido ridículo con él. Fue como una trompada y el olvido se convirtió en suspiro.
Hace unos días leí sobre una investigación publicada en Nature, un hallazgo de la Escuela de Medicina del Monte Sinaí sobre la memoria. Resulta que nuestro cerebro no sólo organiza y almacena los recuerdos, sino que también los "actualiza" con las experiencias posteriores. Nuestra memoria es flexible y, de manera continua, adapta nuestros recuerdos al contexto y a la información reciente. La memoria no es estática, y eso convierte el estudio en una noticia esperanzadora para quienes han vivido experiencias traumáticas: saber que los recuerdos pueden moldearse y que tal vez con el tiempo, también el dolor pueda transformarse.
Es probable que por eso, al encontrarnos con un aroma familiar, una canción o, en mi caso, un parecido fugaz en el rostro de alguien, revivamos esos recuerdos de una forma tan clara. Ese momento me devolvió a aquel noviembre de tres años atrás.
De alguna manera, no recordar esa fecha con exactitud me enorgullece. Quizás, no saber con certeza los detalles de aquel día permita llevar el duelo de otra forma. Pensé todo el día (tardío) sobre aquel momento. Y la idea de que él fue el primero en romper el molde, el primero en irse, inevitablemente me hizo pensar en la muerte, en mi propia muerte.
Es un tema del que evitamos hablar, como si al mencionarlo le abriéramos la puerta. Pero si "eso" llegara a pasar, quiero que sepan que no escribo esto como una despedida ni mucho menos lo esperaba. Es apenas una reflexión, y me atrevo también a dar una pequeña sugerencia, para ese momento en el que ya no esté aquí para decidir.
Para entonces, quiero que me recuerden y me vistan con mis zapatillas grises, esas que no son las más lindas, pero son las más cómodas como un lema que ayuda a definirme. Que me pongan mis jeans favoritos, los que la moda se preocupó en mantener todo este tiempo. Esos, los anchos, gastados, con flecos en lugar de ruedos. Como los años vividos: gastados por el uso, deshilachados por las batallas y con la soltura suficiente para moverme con libertad. Una maravilla.
Que la remera negra de marca, esa que compré en un outlet en Palermo, complete el outfit. Y que no haga falta nada más. Que mi pelo esté apenas recogido, dejando caer los rulos con ese frizz intacto que algunas conocidas no soportan verme. Sin maquillaje, con el rostro absolutamente al natural, dejando ver las arrugas que el colágeno apenas contiene. Un tatuaje en el brazo y una pequeña marca en la nariz, para engrosar la lista de "señas particulares".
Que esa imagen sume al recuerdo cuando el momento llegue, para no distraer los buenos instantes que vivimos. Que vivir para crear momentos simples sea el propósito. Que nuestro cerebro se adapte y que los recuerdos no se "congelen" para que cuando aparezca una imagen, un perfume o un gesto nos traiga de vuelta a aquellos que amamos y que ya no están, pero que -de alguna forma- siempre caminan junto a nosotros.