Las aman, las desean, las esperan y las logran. Una vez que toman posesión de ellas, la vida se ve de otra manera. Ya nada es igual desde allá arriba, sobre esas cuatro ruedas.
La vida en camioneta es otra cosa
Las hay de todos los tamaños y para todos los usos: para ir y venir del campo a la ciudad, subir montañas y escalar cumbres borrascosas. Está a punto de desbarrancar el sueño de la casa propia para ser reemplazado por el de la camioneta soñada. Hay una verdadera invasión en la ciudad; cada vez son más las camionetas que circulan por todos lados.
Lo comprendo: es una herramienta de trabajo muy útil para quienes deben cargar sus herramientas, para los que se trasladan todos los días del campo a la ciudad o quienes simplemente lo requieren por su trabajo.
¿Y los demás? Hay tantas, en todos lados. Imponentes, pero también insolentes. Se meten y arremeten por cada esquina y atolladero que encuentran. "¡Corran, que acá vengo yo!", pareciera que nos dicen. Meten la trompa sin pedir permiso. Irrumpen y estacionan, acusando inocencia perdida y van ocupando la mitad de la senda peatonal o tapan la zona de acceso para discapacitados.
Desde arriba se siente así: se quiere, se puede, se hace. Como una especie de "mamá, llegué", usamos la camioneta para estacionar en doble fila y esperar a los chicos que salgan del colegio. No nos bajamos, no hace falta: todos nos ven.
El mundo en cuatro ruedas que antes era solo para gauchos o los que, con vaqueros y botas de trabajo, metían las ruedas en el barro ya es cosa del pasado. El universo de la 4x4 ahora se ha abierto para todos. Es más inclusivo y entonces los ves, impecables, de camisa azul, pantalón de vestir y zapatos marrones en punta bajándose de semejante vehículo.
Conductores del asfalto que jamás han visitado una huerta ni siquiera han pisado tierra; tiene como medalla a la caja de la camioneta siempre impoluta, brillante, casi sin saber qué cargar en ella.
También están los que circulan por el centro sin tener conciencia del tamaño del vehículo. Con esas XL de motor pueden ir por el medio o pisar la senda peatonal. Desde arriba no se ve ni se escucha el ruido de la ciudad y el viaje, entonces, para quienes conducen es totalmente placentero.
Puede pasar que el tamaño de la camioneta sea inversamente proporcional a la estatura del conductor. Podemos notar que mientras menos estatura más grande el rodado. Como una suerte de verdaderos saltamontes los vemos subir sin pedir ayuda.
Atención: sarcasmo en los siguientes párrafos
Algunos se vuelven buenos hijos y mejores esposos ayudando a subir a la suegra o a la madre al asiento trasero. Pobrecitas, ¡cómo les cuesta! No es amigable para la tercera edad, deberían advertirles cuando compran una. Aunque no creo que ese detalle les importe demasiado. "No salimos más y listo. Vamos el finde a su casa, les damos un beso".
¡Ahhh! Y la ternura que da cuando llega el momento de dársela a tu hijo, que sale con los amigos un sábado a la noche. ¿No es divino sentir que le estás confiando lo más preciado a tu vehículo? Qué hermoso ver a los jóvenes usar la camioneta de papá mientras muestran todo lo que aprendieron en casa: insultan, manejan, y cuando toman fernet, se estrellan contra cuanto árbol, guardarraíl o pozo que -por supuesto- nada de eso estaba ahí y aparecieron especialmente para complicarles la vida a ellos. Nuestros hijos que siempre serán demasiados jóvenes para saber de obstáculos y mucho menos en el camino.
Una postal más que nos da la ciudad. Una invasión de camionetas como fruto de mucho trabajo y de sueño cumplido -porque el que la tiene la deseó mucho tiempo- para salir y recorrer las calles, abrirse el paso y circulan libremente en el carril de la vida exclusivamente reservado para ellas.
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