Tal vez la moda de plantar palmeras en zonas que prometen bienestar y un futuro próspero nos ha confundido un poco. Basta con salir a caminar una calurosa tarde por cualquier rincón de Mendoza para ver cómo se derrocha agua.
La Mendoza que no cuida el agua
Podemos participar en los congresos más importantes sobre el tema, repasar lo que siempre nos enseñaron, pero sí de fondo se escucha cómo pierde esa canilla que nunca arreglamos en casa, nada cambiará entonces.
El tema es sencillo: vivimos en un lugar donde debemos cuidar el agua. Y no hablo de marchas o protestas. No es ese cuidado "polémico" en el que reparo. Es algo más simple y doméstico: el cuidado que cada uno realiza a diario, desde su lugar, sin otras intenciones más que darle al agua el uso correcto. Se trata de la responsabilidad que nos corresponde como individuos, de lo que hacemos en los simples actos cotidianos. Por eso, la hipocresía nace con solo salir a la calle y ver lo poco que importa el agua para quienes nacieron en Mendoza.
No sé si será el cambio climático, el calor agobiante -que se instala desde temprano- o el hecho de que en esta ciudad casi nunca llueve, pero lo cierto es que hemos relajado bastante nuestra responsabilidad con el consumo del agua.
Basta con salir un día a caminar por el barrio para encontrarnos con la imagen del vecino haciendo uso indebido del recurso. Y ahí, ni leyes ni reglamentos parecen importar. Solo hay un silencio que ayuda a las miradas esquivas a escapar rápido. Y listo, cada uno sigue en lo suyo.
Desde lavar veredas y autos hasta regar jardines sedientos, esta costumbre se ha instalado con fuerza en las calles mendocinas. Hemos naturalizado el entorno y, sin darnos cuenta, actuamos como si no viviéramos en un desierto.
Camino al parque, por la coqueta y clásica Avenida Emilio Civit, podemos ver cómo, con la tenue luz del atardecer, una pareja de ancianos riega cada arbusto y planta que enmarca la entrada de su casa. Lavan y preparan una bienvenida, casi como un ritual nostálgico, como si al dejar todo reluciente, los hijos fueran a regresar para visitar esa casa que ya les quedó grande.
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Ignoramos cuáles son los horarios permitidos y ya no leemos las reglas ni condiciones. Si esto ocurre de puertas para afuera, ¿imaginan lo que sucede dentro de las casas?
Seguramente conocen en el barrio a la abuela que pone la manguera en manos de sus inquietos nietos descalzos para que jueguen y chapoteen en el patio. También a la madre precavida que deja la canilla abierta toda la noche para llenar la pileta mientras espera que empiece la escuela de verano.
Para ahorrar gastos, ya ni llevamos el auto a lavar: lo hacemos nosotros. Total, es un ratito y nadie se entera.
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¿Cuántas veces hemos escuchado en el almacén la queja de que la adolescente de la casa tarda media hora en la ducha?
Son pequeñas incorrecciones de la vida cotidiana que adoptamos como hábitos, mientras dejamos que la responsabilidad de cuidar el suelo que pisamos se nos escurra entre los dedos.
La importancia de cuidar el agua en Mendoza parece ser un tema que nos preocupa por momentos, dependiendo de las circunstancias. Seamos sinceros: no creemos realmente que sea tan crucial ahorrar este recurso líquido y tan valioso en nuestra tierra. Pensamos que "eso" es responsabilidad de otros.
Porque, siendo honestos, en los actos más pequeños de nuestra rutina diaria queda claro que, mientras no nos falte, la dejamos correr.
Encima, a lo que no hacemos como habitantes del lugar, se suma el hecho de que ya casi no nos sorprende caminar temprano por las mañanas y ver cómo burbujean las baldosas por el robo de medidores. Solo atinamos a decir en voz baja: "Uh, pobre gente, seguro no tienen agua", y seguimos nuestra marcha.
Ojalá aprendamos a cuidarla, a entender que nos hace falta, que no podemos vivir sin ella y que cada acción -por más mínima que sea- depende de nosotros y de nadie más. Es aceptar que, si lo queremos más claro, no es echándole agua sino educando con conciencia social. Solo así dejaremos de lavar veredas rotas y culpas ajenas.