La dama de hierro que enseñaba inglés

El recuerdo de una rígida profesora de inglés me trae una serie de guiños bien ochentosos, que evocan aquellos tiempos en que éramos adolescentes y creíamos que podíamos cambiar el mundo, o al menos que teníamos todo para lograrlo.

La dama de hierro que enseñaba inglés

Por:Laura Romboli

-Buenos días, alumnos.

-Buenos días, señorita Jacobson.

-¿Cómo están?

-Bien, ¿y usted?

-Muy bien, siéntese por favor.

Ese fue el saludo -en inglés- que tuvimos que aprender durante los primeros años de secundaria. Lo memorizamos pues se convirtió en rutina cada vez que la señorita Jacobson entraba al aula del Primer Año "A" del Colegio Normal de San Rafael.

Estricta, seria y con unos lentes ahumados de marco plateado ella recibía a los adolescentes que comenzaban una nueva etapa, sorprendidos ante su primera clase de inglés. Su cabello de color ceniza, con reflejos violetas, indicaba para quienes entendían de tonalidades que usaba matizador. No había brisa, ventana abierta ni "coscacho" imaginario que pudiera sacudir semejante peinado. A simple vista, uno podía adivinar que aquello no se movía con nada.

La profesora de inglés vivía con su madre anciana, a quien había dedicado todo su tiempo cuando no estaba frente al aula. Sin preguntar -porque nadie se atrevía- nos imaginábamos que su soledad se debía a que se aferraba a comunicarse en un idioma que pocos entendían. "La Miss" tenía un parecido con Margaret Thatcher, tanto en su actitud como en su mirada. Tal vez, al ser contemporánea de la "Dama de Hierro", yo -con apenas 13 años disfrutando de los recreos en un gran patio sin tierra- estaba convencida de que esa mujer había aterrizado en la terminal de San Rafael desde las mismísimas Islas Malvinas, con el único objetivo de darnos clases y hacernos sufrir.

Le gustaba alzar la voz, penetrante y aguda, y corregirnos la fonética delante de todos, disfrutando del miedo que le teníamos. Nos paralizaba con solo mirarnos con esos ojos casi invisibles detrás de unos anteojos estilo Yiya Murano. Jamás la vi reír; creo que un día intentó sonreír por algún comentario de un alumno que se animó a bromear, pero fue apenas un leve gesto, una muestra mínima de humanidad para quienes pensábamos que era una stone.

En aquel contexto el país, como podía, despertaba de tiempos oscuros. Saber otro idioma no era prioridad, y mucho menos el inglés. Eran tiempos en los que el rock argentino comenzaba a dominar las radios. Charly nos cantaba que los dinosaurios iban a desaparecer, mientras los sábados la tele nos ofrecía "Badía y compañía" (que duraba toda la tarde) y por la noche veíamos el especial de Alejandro Lerner presentando "Todo a pulmón". También mirábamos los videos de "Sábado Taquilla" en la televisión chilena.

La imaginaba sola, solísima, tomando té. A veces, cuando en mi casa sonaba el cassette "Reina Madre" de Raúl Porchetto, en la parte que decía "Hoy la reina pasea en los jardines", pensaba en la vieja de inglés.

Cumplíamos con estudiar bajo el rigor de su voz y mandato, que duraban los 45 minutos de cada módulo: dos veces por semana; una a primera hora, cuando aún estaba oscuro; y otra a media mañana, cuando el sol, entrando a rayas por el ventanal intentaba darle algo de color a su falda que siempre pasaba de las rodillas.

Clásica para vestir usaba camisas de flores pequeñas, como ramilletes primaverales, que encajaban en sus mangas abullonadas -como las modelos que aparecían en la Burda-. Su figura traslucía un otoño en todo su cuerpo. En las mañanas de invierno, cuando el frío "te calaba los huesos" vestía una polera con un chaleco de rombos, combinados siempre con la invariable falda gris.

Era un retazo del pasado en un presente que se mostraba tan libre, como la revista con desnudos que miraba a escondidas cuando mi hermana se descuidaba. "La Miss" era como una nube negra que oscurecía los días en los que solo queríamos salir al recreo para cantar: "Vos sabés que la vida ha cambiado bastante, vos sabés que la gente ya no es como antes. Si seguimos así, vamos a terminar...".

Pobre mujer, no era su culpa pero representaba el recordatorio de lo que no queríamos volver a vivir. Era el juicio y el castigo. Una especie de abuelita, pero salida de un capítulo de Compromiso de Alejandro Doria.

La señorita Jacobson entraba al aula en silencio, dejando su portafolio negro sobre el escritorio, mientras nosotros temblábamos de miedo y, de pie junto a nuestros bancos, ensayábamos mentalmente su inolvidable saludo. Aunque sin saberlo, lo que realmente queríamos era ser libres, como la canción de Queen.