Muy poca gente se jacta de tener una buena relación con el repartidor de soda. No los queremos, los necesitamos.
Dos tipos casi divinos
No iba a atender. La costumbre de no detenerme cuando aparecían números desconocidos en el celular hacía que ya nada me sobresaltara.
Pero dije: "Bueno, no figura 'fraude posible'. Tal vez sea alguien humano. De los de en serio".
Era un control de calidad sobre la atención del sodero. ¿¿Del sodero?? Ni en sueños habría sospechado semejante encuesta.
Pero bueno, la dueña quería saber si el servicio era bueno y, lo más importante, si cumplían con la entrega en el día pactado.
Ni lo dudé: le dije que sí a todo. Ella, sorprendida, volvió a reiterar una pregunta:
-¿Está conforme con la atención?
Volví a mentir. Le dije:
-Sí, hermoso todo.
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¡Qué iba a entrar en detalles! ¿Decirle que los pibes hacen lo que quieren y vienen cuando se les da la gana? ¿Que, con total desparpajo, extendieron el horario del mediodía hasta casi las cinco de la tarde? ¿Que, aprovechándose de la moda de tomar soda helada en días calurosos y del hecho de que el precio de la mercancía es considerablemente rentable, hacen lo que les viene en gana?
No. Dejé en las manos de la dueña las mejores respuestas, esas que sabíamos -sin conocernos- que eran una absoluta mentira.
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Eso sí, me gustó que se tomara el trabajo de llamar a los clientes y preguntarles sobre esa relación tan conflictiva que es la del sodero con la gente. Solo por ese detalle me sentí mal al engañarla respecto al servicio de esos dos sabandijas, a los que ni siquiera se les entiende cuando mandan un audio monosilábico:
-"Holanecesitasoda."
¡Ni siquiera paran frente a mi casa! Lo hacen unas casas más allá, como señalando a la elegida, que claramente no es la mía. Hasta ese desdén negué.
Dejé que esos dos tipos parecieran insignificantes y siguieran haciendo de las suyas. Esos repartidores esperados por corazones solitarios que necesitan ponerle burbujas a sus días. Burbujas bien frías, de las que cortan la respiración y anestesian con solo sentirlas.
Tipejos que se ríen de sus propios chistes. Que miran a sus destinatarios como posibles víctimas para jugar con ellas: con su tiempo, con su ansiedad, con sus ganas. Simples personajes en los que nadie repara. Soberbios del cajón con sifones vacíos. Encargados de llevar la bebida popular a la mesa familiar. De recorrer las casas marcadas a la vista por los cajones que dejan en la entrada. Vigentes desde siempre y, a la vez, cargados de historia.
Fugitivos de la tecnología y admiradores de las tradiciones. Practicantes de lo antipático y usurpadores de las buenas costumbres. Libertarios de lo irremplazable.
Debí decirle a la jefa que esos dos eran impresentables.
Pero no lo hice. Los necesito. Como la soda.