Crónicas del subsuelo: Noches de cabaret II

Crónicas del subsuelo: Noches de cabaret II

Por:Marcelo Padilla

Las más de las veces, suele ocurrir, a cuento de recordar situaciones vividas, -sobre todo cuando tienen que migrar al papel mediante un amanuense, dictándole, tal evocación se haga texto-, que los recuerdos, franquean un primer filtro. El filtro del propio recordador es el que se activa, a veces en los sueños, por momentos en las siestas, o mirando fotos, si es que hubieran fotos que reafirmen tal añoranza.

Pero no todo recuerdo queda reservado en fotos, si por ellas entendemos, a esas piezas instantáneas de milésimas de segundos que los adoradores del sol mistificaron en siglo XIX con "el click de la muerte".

De las narices lo llevaría a uno la mente y el pensamiento a escudriñar más datos, agregar más elementos en la redacción, brindar cierto cobijo de claridad a la traducción del dictado al amanuense.

Sacar una foto ahora es cosa harto común. Va de Perogrullo decirlo, a riesgo de quedar como un idiota al hacer tal aclaración.

Otra cosa que juega mucho es el momento, el presente, en que ese recuerdo vívido ha venido a la cabeza, se ha embotado en la misma, albergando supuestos olvidos que la mente humana ha decidido, por diferentes motivos, dejar como papeles abandonados en una mesa de patio.

Empezaría a correr el viento. Uno supondría, el viento se llevaría todos los papeles de la mesa, los olvidos que uno ha dejado escritos, o las imágenes que punzan, arrinconándose, contra una tela de alambre. Abandonadas a su eterno misterio. Al remolino inveterado, resuello y bostezo del mismo diablo. Hedor cálido de las entrañas, desde un pozo ciego negro.

Pero aquí es donde el rol de todo amanuense entra a tallar. Porque es el amanuense quien permite abrir el tapón de mierda, o de barro, que atora la salida del texto. Vaya este rodeo para alzar las copas en un brindis, por todos los amanuenses sueltos, anónimos y sin títulos nobiliarios, que prácticamente sin identidad día tras día enloquecen al traducir las palabras dictadas por un autor, y hacerlas legibles en un texto.

Vaya otro por la libertad a la que se arriesga, arriesgando su propia libertad.

Cuestión que Claudio -habíamos quedado "a las diez en punto"- estaría en la esquina de mi casa tal como me lo propuso por teléfono en aquella charla.

Asomé la cabeza por la ventana. Estaba ahí. Me detuve unos minutos a observarlo. No corrí hacia la calle ni pensé abrirle la puerta de mi casa para invitarlo a que pase.

Quería ver cómo Claudio, en esos momentos de pausa -tal vez de tedio- curtía, diría más ¡ejercitaba!, una sorprendente paciencia oriental, silbando tangos bajos y lunfardos.

Mientras pitaba Claudio, el humo del cigarrillo se confundía con el vapor de su boca, quedando tan solo Claudio hecho una sombra delgada y larga como silueta de cómic.

Lo vi meter sus dedos en tenazas al bolsillo delantero de su camisa blanca, de cuello mao. Golpeando un canto y con la mano extendida sacaría su Derby corto de un paquetito rojo. Apoyado contra la pared lo prendería con encomiable entereza. Yo pensé en su camisa blanca hecha un trapo contra la pared mugrienta. Él era el resplandor de una sombra aquella noche. Por los movimientos y gestos nunca dudé se trataría de Claudio. ¡Qué va!

Largaría argollitas de humo frunciendo su boca en O. Por la luz de la esquina, la del farol (esa sí prendía) vi cómo se desvanecían en el aire, una tras otra, primero definidamente redondas, y luego, indefinidamente ondulantes. Claudio nunca golpeó a mi puerta. A lo sumo esperaría en la esquina. No era de meterse en la casa de nadie. Nunca golpeó una puerta a no ser para vender algo.

¡No lo querían en ninguna casa! ¿Representaba un peligro social en la mente de los padres de los amigos del barrio? Algo en mí decía que los padres no resignaban a sus hijos se juntasen con él.

¡Mi propio Berp me lo habría dicho!

De un taller mecánico secuestramos un jeep aquella noche. Con sigilo, a las 3 de la mañana, regresaríamos para dejarlo en su lugar. Nos estaban esperando en la puerta del taller: el dueño, el padre y la madre de Claudio, ¡y mi Berp!

Nos recibieron con las fachas desencajadas. Los ojos de la madre de Claudio, ¡encendidos como dos faros! apuntando a la cara de ambos ¿en un procedimiento policial?

El padre de Claudio no diría nada, porque la madre de Claudio, su esposa, ya habría prendido sus faros vigilantes ¡para interrogarnos! Y al padre, esposo de la señora, le producía vértigo tal situación de estrés; porque la madre de Claudio mandaba en su casa como una real Matrona, aunque le dijeran Patrona la más de las veces, ella, afuera de su casa ¡también regenteaba! pero con su marido al lado, ¡pa que se viera era ella la que mandaba!

No podría decir lo mismo de la cara del dueño del jeep, el señor Antonio, vecino del barrio, mecánico de profesión y oficio. Macanudo el hombre. Tenía las manos negras y resbaladizas, pero yo lo vi lavárselas con kerosene, no una vez, ¡varias! Para sacarse el aceite negro y la grasa de los autos debía hacerlo tres, cuatro, cinco veces al día. No tenía huellas digitales Antonio. Antonio no podría en esta época tocar una pantalla porque no lo reconocería la tecnología.

¿Estará muerto Antonio?

Él sabía que Claudio era así de loco, traumado. Pero también sabría comprender las picardías de un muchacho vecino de su taller, ejercitando sus primeras armas, haciendo sus primeros pasos, en el delicado acto del delinquir. Y que lo ocurrido no pasaría a mayores, porque Antonio, el mismísimo mecánico y dueño del jeep secuestrado, le habría dado trabajo el año anterior a Claudio.

¿Lo echaría o no lo echaría del taller?

Noté gran complicidad entre ambos. Por eso Claudio (su cabeza no paraba de tramar travesuras) supo entrar al taller y sacar el jeep. Su plan fue perfecto aunque ladinas las intenciones del muchacho.

Debimos sortear, cuando salimos, la ausencia de luces en todo nuestro carro. Con lo cual Claudio, sin las delanteras ni las traseras manejaría con mucho cuidado. Le dije en su momento "Claudio, no se ve un carajo, andá despacio".

Habíamos perdido el rumbo, la calle se divisaba menos, cada vez nos alejábamos del centro, yo no sabía dónde es que estábamos arando.

Usurpamos las primeras viñas (habíamos llegado al sur) y todo iba de maravillas por el momento. Las atravesaríamos sin luces, pasaríamos, con la jeta del jeep, cortando alambres entre las uvas y las hojas de las parras. Éstas ya daban ¡ofrecían sus verdes granos! Luego mutarían a suculentos racimos de uva negra. Más tarde aparecerían, agachados, los golondrinas. Algunos arrastrándose, otros a los saltos, a cosechar los racimos con los tachos que en ese momento llevarían de casco para protegerse de las balas.

¿Estábamos muertos en vida? ¡Estábamos rodeados por entes espectrales!

Sin luces y en perpendicular haríamos una huella cortando los sostenes de los viñedos, levantando el polvo de la noche, en un jeep de los años cuarenta y pico, usado en Italia, en la Segunda Guerra Mundial por los aliados. Abandonado en Trieste.

Los enemigos estarían agazapados entre las parras, camuflándose, entre el verde y el negro de la noche, mientras Claudio ¡reiría a carcajadas al volante! Yo le pedí con insistencia bajara un cambio, que nos íbamos a pegar un palo contra un paredón si seguíamos a esa velocidad. Que nos iban a disparar desde las postas indescifrables por las sombras.

La furiosa adrenalina de Claudio no me contagió más que pánico y terror por estar a segundos de la muerte ¡yo no quería morir por la estupidez de secuestrar un jeep!

¡Paráchéclaudio! Le grité, apretando su brazo derecho.

¡Vamos hasta el malacate!, ensimismado en su loca travesura, respondió gritando.

Combatimos.

Una ventolera de metralla aglosia nos dio de frente sobre el chasis, los vidrios delanteros del jeep estallaron en la cara del propio Claudio. El jeep resistió como un jabalí en el monte. Pudimos agacharnos a tiempo, entre ráfaga y ráfaga, pero a Claudio, una bala de metralla perdida le habría hecho daño. Sangraría por el cuello a carcajadas. Y por las astillas de los vidrios sangraría por toda la cara como la protagonista de Carrie.

Yo le dije "Claudio, estás chorreando". Él me dijo "¡No pasa nada Alberto, son de fogueo!

¿Y la sangre?

¿Será que están entrenando las fuerzas militares en la zona?

¿Será un simulacro de guerra?

Pregunté tiritando, a quien tendría las riendas, no digo de la guerra, pero sí del volante original del jeep, año 1942 repito, abandonado en las afueras de Trieste.

Yo, a esa altura de la noche, lo único que quería era volar como sea de ese lugar de espanto. Pensé, si estábamos en la guerra ¿cuál de todas las guerras sería?

Podía ser la de las islas. -Por la época sonaba Zas y Piero. Pero también podía ser la del/ contra el/ Paraguay. -Por la época sonaba la crencha, ensombrecida por tambores indios, apesadumbrando los ríos de todo el paraguay hídrico.

Cuestión que dadas las amistades y coaliciones que en vida tejió Claudio, establecería una vez, según me contó (sonó a chamuyo) la Gran Alianza. Mancomunadamente junto a cófrades brasileros y uruguayos. La triple AAA (Alianza Anticomunista Argentina) Porque se sabía, Francisco Solano López, ese dictador a destruir por los británicos, hizo de su gobierno paraguayo un gobierno comunista. Proteccionista. Primera industria de exportación del cristal y el vidrio en la región. Ellos harían botellas paraguayas. Y a esas botellas paraguayas colmaríamos con nuestros vinos, fruto de nuestras vides.

¿Por eso peleábamos cuerpo a cuerpo en la viña del señor? ¿para protegernos? ¿dando vueltas ciegas en el paño? ¿disparando la artillería que teníamos por entonces? ¿Para quién estábamos peleando? Es más, me preguntaba en medio de la balacera, o mejor dicho, pensaba, en medio de la balacera, ¿para qué estábamos peleando si habíamos salido hace un par de horas de un taller mecánico?

Se percibiría borroso e irreal. Sobre todo al verlo a Claudio morirse de risa en medio de la batalla como un miserable y cínico payaso yonqui de profesión.

¿Un fantasma enloquecido de un manicomio atávico andaría errando desde La Guerra de la Triple Alianza a esta parte?

Un manicomio paraguayo lleno de paraguayos con Claudio adentro. Navegando por el cosmos. Un cosmos infinitamente hondo de hombres paraguayos.

¿En un sueño puede haya sucedido nos hayamos contado esto por teléfono, alguna noche, cuando él vivía en la casa de sus padres?

Pero no. Seguiríamos combatiendo.

Teníamos el pelo largo. Con nuestros cascos el perfil justo, exacto, para cumplirnos el sueño inanimado. Dos jóvenes amigos serían los actores de una película de escasísimo presupuesto, que por el efectismo de las explosiones y la bola, hongo de humo negro que crecía y crecía sobre las viñas, harían de la película una joya del cine bélico independiente en todo el Far West.

Se pasaría en video casetes, clandestinamente, como Operación Masacre en villas de emergencia. Precisamente por encontrarnos en una situación de emergencia. No sé si puedo darme a entender con lo que dicto.

¡Todo tenía que ver con todo! Como decía un amigo mío, otro que no entra en este cuento, él era muy gracioso, luego un cáncer le pudrió el cerebro, siempre repetía luego de sus parlamentos delirantes ¡todo tiene que ver con todo! y cambiaba de tema.

Nosotros seríamos los dos únicos actores ¡los principales! Los demás serían extras de extras de extras vestidos de verde y de negro, más aún, harían simulaciones extras no humanas. Por los movimientos de la producción humana, con las mechas de los sarmientos, con los troncos de las parras alborozadas por el viento y las palmeras flameando al ritmo de las explosiones extranjeras, (e internas), porque se realizaba por dentro y por fuera la guerra; todo, pero todo, parecería una hiperreal beligerancia.

Estábamos perdidos, no sabíamos para qué bando estábamos combatiendo, y de cuál bando nos estábamos escondiendo, huyendo.

El silbido de las balas y el gong, en las planchas de las latas que cubren el paño vitivinícola. El chuteo de la cámara apuntando al terregal, y el primer plano del remolino diabólico en nuestro bélico laberinto. Los reflectores de los helicópteros darían en la cara de Claudio. Las luces naranjas producidas por lapicitos leed que, en ese momento, no sé por qué, llegarían del futuro made in Taiwán. A destiempo. La producción al palo y nosotros esquivando balas y nubes de tierra.

"Ya pasó, la guerra ya pasó", diría un Claudio, sorprendentemente reflexivo, renovando la expectativa de la noche para ambos, luego de vivir tan engorrosa situación de descalabro, de tiros y humo blanco.

Con impulso nómade salimos de ese laberinto ácido, que bien podría designarse con el nombre de GUERRA, de esa zona vitivinícola donde producen el bien, el líquido del placer y para el placer, el líquido de la guerra: el vino.

"por el vino y en nombre del vino

planto aquí mi espada

y en esta bella madrugada

a mi gola pongo a cantar

al compás de la vigüela

alma que te desvelas

por una pena estraordinaria"

Se escuchó, traído por el viento.

La guerra se provoca en todo el cuerpo, en la sangre, por dentro; y por fuera en las escamas de la piel, en trozos de cuerpo que se pierden. Trozos muertos de carne caerían, se despegarían perezosamente de las curaciones. Sin embargo, por más interna fuera la guerra, era exterior al cuerpo.

¡No teníamos enfermería!

Lo que hace la guerra, ese teatrito esquizo, es moldear a sus pacientes, precisamente moldear sus cuerpos con los hábitos de un militar, de un policía, de un médico, o de un profesor de lengua y literatura. O de un profesor de presos. O de un mecánico dental.

Arreglos de costurería: se cose, se teje, se emparcha. Largas jornadas con la espalda encorvada, cosiendo para afuera. O cura que, con su vestimenta, es cura por defecto ¿Actuaría por atuendo? Su voz tiene cadencia, trata bien a los fieles, les hace caritas, sonrisitas pecaminosas a las monjas, junta las manos para decir todo ok.

Como un cura jipi jugaría a la pelota con los chiquilines del barrio. Un cura con cara de imbécil y de víctima, un Farinello cualquiera con una camiseta de fútbol con la propaganda del vaticano. I Love Vaticano, ¡Como a Nueva York, carajo!

Los cuerpos moldeados actúan según la vestimenta y el prestigio simbólico que cosechan. El dueño del cuerpo no se da cuenta. No lo asume. Cree que su cuerpo cuando sale de hacer pesas, o de una fábrica de seleccionar ajo, es producto de un diseño propio, hecho por él, conquistado por él.

"Yo, a mi cuerpo me lo hice solo", podría escucharse si uno imaginara una expresión, por dar un ejemplo. El tipo se levantaría de su cojonuda silla, no podría caminar, habría estado manejando 8 horas sin parar para la empresa que lo contrata. Se arrastraría pidiendo no lo echen.

¡Pero vos viste cómo es esto de la fuerza de trabajo! Después vienen y te mandan al sindicato, ¡sus derechos se les reconozcan!

"Pero así, sin poder pararte ni moverte, no puedo contratarte más ¡chimuelo!, No me sirve un chofer empotrado con la mitad del cuerpo en el colectivo, no me permiten vivas dentro del bondi, ¿me entendés Joaquín como es la cosa? Yo te hablo desde el lado del que paga los sueldos".

¿Y si ese sujeto de la expresión no llegara hasta el lugar donde logra por sí mismo conquistar tal cuerpo, que pasaría?

Sin la institución que permite, orienta y establece, en base a conocimientos fisiológicos, hormonales y/o médico-científicos, la formación de un cuerpo, no habría nada más que lo que se ha heredado ¡Éste adefesio!

No hemos cosechado nada. Somos germinales. A pasitos de los marginales, ¡nunca como ellos! Crecimos en las espinas ¿Crecimos en las espinas? Lo que uno tiene por decantación, por la posición que asume con el cuerpo, determina si andas agachado (o a las agachadas) o erguido y mirando de frente por la vida.

Lo aprendí de Claudio. Mirar hacia el frente y no darse vuelta jamás. Por más los pies sangrasen, en esta peregrinación, dejaríamos la vida por llegar al santo sepulcro; porque por momentos éramos dos cruzados hacia Jerusalén recreando el mito, y en nuestros cuerpos, el rito del sacrificio de la carne. Entregados de pies y alma a nuestro señor, ésta sangre y éste sudor, es por ti.

Delirábamos.

El cuerpo con el que cualquiera nace y se desarrolla, crece y asume ¡con el cual uno se trauma, interviene, con cirugías vinculadas a la belleza o a los modelos de belleza! El cuerpo muerto. El cuerpo de las instituciones médicas.

¿El cuerpo de la ciudad? El cuerpo de la televisión ¿El cuerpo de las revistas en las salas de espera? Los cuerpos de las revistas de peluquería para mujeres.

Nada aquí tendrán que ver (ni hacer) los empresarios del rubro. La ingesta de alcohol en una zona destinada a tal fin por sus condiciones climáticas (zonas áridas) favorecería la instalación de entidades humanas extranjeras. Vendrían en barcos con penachos, muy muy parecidos a los que usan los indios mexicas, y desde muy lejos en galeras, como lo hicieran los acompañantes de Fernando de Magallanes. Y de otras guerras vendrían a cultivar con esmero al vino, pero también, a cultivar la propia y tan ansiada guerra.

Vampiros despiadados entre sangre y vino ¡en la sangría de la noche! ingresarían en la parte final de la película. Pero, no sabíamos, ni Claudio ni yo (nunca lo sabremos) ¡quién iría a financiarla!

Eso no le importaría a Claudio, Claudio no pensaba en términos monetarios, en todo caso, en estrictos términos artísticos. Con un dejo de desquicio mental ya empezaría a imitar, a hablar a lo Klaus Kinsky, loco a lo Klaus Kinsky, imparable en su arte como Klaus Kinsky.

¿Era Claudio, la ira de dios?

En el futuro, debería haber una banda de rock tecno sepulcral que se llame a sí misma La Klaus Kinsky. Me relamería escucharla. Por los gustos en común que tenemos con Claudio, a él también, supongo, gustaría escucharla. Y pensando en la lista de invitados -podría nombrar decenas de amigos gustosos que en primera fila estarían en un recital en vivo de La Klaus Kinsky- ¡Nos volveríamos locos! Entonces quedémonos con una sola posibilidad, pensar que a Claudio le gustaría escuchar a La Klaus Kinsky, y a nadie más.

El fruto con el que alucinó Baco, implicó, como el fuego de los primitivos, un objeto de disputa por la sobrevivencia en la primera fase del salvajismo inferior. La guerra del fuego diluyéndose en la guerra del vino. Mientras Claudio, ya sin casco y sin sangre, como si todo lo relatado hubiese ocurrido en un estudio de televisión, en una sala de maquillajes, tarareaba sus tangos lunfas, burlándose. Lívido, con su boca malbec de tanto escabio. Con su típica sonrisa hincando el labio inferior a la izquierda y hacia abajo.

Los viñedos trabajados a destajo. La facción de los golondrinas, la más radical de todas, aprovecharía la noche para combatir a su enemigo. Una guerra de guerrillas habría recalado en las sombras en la sección 2 y 3. También nos anoticiamos al minuto, que, en la sección 9 y 22, en el frondoso y extensísimo paño vitivinícola, se desplegaban treinta y tres milicias golondrinas zarpando los pastos, saltando cunetas de riego rebalsadas de barro.

¿Se habría roto el caño madre?

Sin luces y en declive por unos caracoles, rodeando al pequeño cerro, el jeep iría solo. Cuesta abajo en su rodada. Fue ahí que me advirtió Claudio, sobre la posibilidad, de quedarnos sin nafta a pocos metros, ¡Oh, no! Deberíamos llegar a la calle principal, a la avenida cardinal de las palmeras, y bajar hacia la ciudad tocando y tocando cada tanto los frenos, esperando nos diera el verde en los semáforos primeros, para llegar a los primeros bares de la zona y estacionar en segunda fila.

Haríamos el montaje de la escena. Sacaría la manguerita corta de la gaveta del jeep. El jeep en segunda fila. Claudio con su metié abriría el tambor de nafta del auto pegado a nuestro carro. Luego chuparía de un vértice, y cuando la nafta empezara a circular, metería la otra punta de la manguerita corta en el hueco del tambor del tanque, ¡Suerte! Gritamos, al descubrir el nuestro no tenía tapa.

Las mesas de los bares estarían a pleno de jóvenes, con sus ansias y a sus anchas. Las mujeres con vestiditos cortos, breteles brillantes, bellísimas mujeres a través de sus maquillajes despampanantes. Los muchachos altos y los muchachos bajos competirían con sus dones, para ver cuál de todos ellos sería el depositario final de algún afecto.

Era una hora que por la sed el escabio se tomaría como se toma el agua, a borbotones. El emborrachamiento general de la población de los bares serviría de fondo, tal vez el alcohol y el demonio hubieran de juntarse a la hora señalada, y generar esa misteriosa magia de la distracción de tantos, a tan solo dos metros de distancia.

Nadie se daría cuenta. Sin luces bajaríamos a la ciudad con la misma nafta en el tanque que tuvimos al salir. Antes, ese mismo tanque, fue tanque de guerra. Pero todo esto que cuento ya no tendría ningún sentido, porque en la puerta, como dije, nos esperaban Antonio, la madre y el padre de Claudio, ¡y mi Berp!