Crónicas del subsuelo: La clase espectral
No todos los días uno suele tener la oportunidad de presenciar una disertación tan erudita y amena como la que nos daría el Dr. Ocle aquella helada noche en el instituto.
Había cepillado mis dientes. Estaba por acostarme. Recordé haber dejado el libro de los divagues en la mesita del pasillo de las habitaciones. Volví a buscarlo, descalzo, con la intención de continuarlo. Lo había dejado en el capítulo cuatro y, por más cansancio tuviera quería cumplir una meta: leer un capitulo por noche antes de dormir. Para estirarlo, con un capítulo por noche, en un año lo tendría leído por completo.
El caserón a esa hora era un frigorífico. Y, por pegado a un matadero sus efluvios salían hediondos. El caserón además de frío poseía olor a carne de bicho muerto. Sin embargo nos habíamos acostumbrado sin chistar. Teníamos incorporado el acostumbramiento como una piel que muta según los colores de un camaleón.
De pronto, al volver con el libro en las manos, en la puerta de mi habitación leo en un cartelito pegado sobre el vidrio:
Jueves 23: 30 hs, sala 18, subsuelo sur. Los divagues nocturnos del Dr. Ocle. Auspicia: Centro Eremita Ocultista de La misericordia. Llevar abrigo.
Mayormente uno terminaba yendo a las clases del instituto de formación profesional por inercia. Cierto es que muchos, la mayoría de los alumnos que concurrimos al instituto sabíamos de ante mano lo arduo del transitar la carrera elegida. La tarea cotidiana tenía un horizonte mustio. De arrabal pringoso. El instituto nos ponía mañosos y lagañosos al punto de reptar por las escalinatas cuando nos deprimíamos.
Y digo por inercia dado el método circular de los hábitos que allí se implementaban por medio de reglamentos internos y normativas para el uso de los baños, y de los sitios comunes resoluciones semanales que establecían fijas erratas al final de los comunicados. Era un mundo repleto de reglamentaciones al punto de no poder diferenciar qué era lo que estaba bien de lo que estaba mal. Eso nos perturbaba y caíamos en la deflación de nuestro espíritu.
La moral del instituto tejía y destejía sus máscaras según los acontecimientos, por cierto muy cambiantes, en parvos tramos de tiempo. Entonces la inercia y la deflación juntas hacían un cóctel en nuestras mentes y en nuestras almas que lejos de pensar en nuestra desaparición -cómo auto aniquilarnos- tal menjunje terminó sirviéndonos para la sobrevivencia, digamos mejor: a la sobrevivencia por entretención. La inercia, a veces, implica (a una) supervivencia, especulé luego, de viejo, trabajando en los jardines del Dr. Ocle, pensando en las memorias.
Confinados a la obsesión por el caserón y, probadas ya, las amargas mieles de la ciudad de La Misericordia, la mayoría de los egresados del instituto supo volver por su propia cuenta. Nadie nos atendió tan bien como el Dr. Ocle más allá de los temores que nos imponían sus delirios. Esa escuela del dolor humano significó, reveló, el pasaje a otra, a una nueva y dichosa, aunque no menos dolorosa dimensión del sacrificio y esfuerzo, el interés y el misterio. Un desafío colérico a cruzar.
Nobleza obliga debemos reconocer por accidente contingente al Dr. Ocle y a su familia. Espero se entienda.
Nos la pasábamos debatiendo escondidos en algún umbral artículos de una normativa para determinar a quién o a quiénes estaban dirigidos aquellos artículos, más allá que todo reglamento/estatuto/preceptiva se declararan universales para el conjunto. Sabíamos por casos específicos de violación de un articulado se erigía una pauta, una regla, un castigo correspondiente.
Y así los cánones de indicatorias que por el trajinar de los años irían cambiando igualmente que las sanciones correspondientes, así como los tipos de sanciones correspondientes, mientras los alumnos del instituto nos la pasábamos interpretando los balances metafísicos, las plegarias apócrifas, los testimoniales de otros casos horrendos de violaciones a normas que tuvieron como resultado la tumba o el ostracismo en alguno de los cuartos.
A los delatores se los protegió por mucho tiempo. Fueron los cabecillas de aquel simulacro de invasión realizado en la madrugada, en los albores del verano, inquietándonos sobremanera, saltando por las camas. El Dr. Ocle se tomaba dos días para curar su sueño. Los delatores pensaban como delatores y había que pegarles para que dejaran de batir. Si bien las normas generales regían mientras recuperaba sueño el Dr. Ocle, a las particulares teníamos que inventar en la marcha.
Sin embargo a los delatores se les dio, en otros tiempos, por la poesía. Una vez y hace mucho... el instituto de formación profesional publicó textos en una revista llamada poseía delatora solventada con los fondos que recibía el instituto por entonces de no sé qué mecenas de la noche ligado a la policía del lugar, se imaginarán, tres milicos locos y su correspondiente comisario.
Algunos serían enterrados en el patio del caserón. Otros emparedados a las habitaciones que ocuparon cuando vivos, leímos, en uno de los escritos entre tantos papeles que juntábamos en el pozo, grimorio del fondo del caserón, tras un árbol añoso que bien podríamos catalogar único centinela en la posada por aquel entonces.
Por informaciones anticipadas de otros alumnos de años superiores supimos del carácter obstaculizante de los peajes que debíamos pagar para escalar año tras año en el establecimiento. Arrastrados por la melancolía algunos no asomaban de las habitaciones por días pasando noches en silencio en una especie de guión de película china cuya locación fuese un monacal opiadero de soldados tirados a sus desgracias.
Pudimos comprobar además lo tensa se ponía la autoridad cada vez uno de los alumnos se animara acercarse a la oficina del Dr. Ocle. Sea consultarle por algunos títulos de libros que hubiera mencionado en la clase anterior sea por cualquier motivo, -siempre ligado a indagatorias educativas-, los alumnos que se animaban a verle, iban de costado de a pasitos por el pasillo, temerosos, sus espaldas pegadas a la pared por el espanto. Lívidos por el terror psíquico al acercarse y sentir el olor a muebleviejo que brotaba de la oficina del Dr. Ocle.
Conociendo su malhumor de hombre entrado en años, viudo ya, el Dr. Ocle acusaba un temperamento multipolar cultivado por las noches en sus habilidosas horas de soledad, cavilando métodos extremos de educación en contextos de encierro para los tiempos porvenir, como así también su opuesto: un libertinaje decadentista de alumnos y profesores por los jardines bajo los pinos totalmente desnudos, jugando a perseguirse unos a otros bajo pociones de brebajes alucinatorios que el mismo Dr. Ocle prepararía para la ocasión; en tanto aquella escena narrada en la propia cabeza del Dr. Ocle se trasformara en una condición cotidiana y necesaria ligada al salvajismo primitivo en su etapa inferior de desarrollo de la especie.
Por cierto, nobleza obliga, quede asentado aquí que el Dr. Ocle siempre intentó llevar a la praxis su filosofía.
Ese día no recuerdo por qué motivo no pude concurrir al instituto. Luego me entero que de los treinta cuatro alumnos solo tres estuvieron presentes aquella noche singular. Era una clase normal dentro del cronograma de actividades que el Dr. Ocle traía planificado desde inicios del año educativo para ofrecernos guisas de pensares distintivos. Sorprendía nos la informara de golpe a través de un cartelito que, nunca supimos quien pegaba en el vidrio de las habitaciones.
La clase extra le llamaba él, la clase espectral nosotros.
Fuera de todo canon establecido sus delirios cobrarían así el carácter de memorias oscuras, laberínticas ficciones macabras, compensaciones orgiásticas a la melancolía que producía el sostener esa pugna anímica que todo instituto de formación profesional abriga luego de un prolongado tiempo. Estar al mando de un lugar que no tenía mucho sentido ni destino pero que sin embargo funcionaba a la perfección dentro de la abulia de ese pueblo sin habitantes, era una mazmorra de presiones y voluntades espectrales para el Dr. Ocle.
En eso al Dr. Ocle se lo consideró un adelantado, más no tanto por el contenido de sus divagues -tal vez objeten sus formas- como por sus ideas centelleantemente platónicas que hervían en su cabeza y en sus escritos. Luego memorias.
El Dr. Ocle se había transformado en una altísima autoridad intelectual ante sus pares que, en este caso no existían físicamente. Solo el Dr. Ocle impartía las clases para todos los alumnos del instituto de formación profesional luego de los duelos de sus pares.
Las demás personas deambulaban cual espectros. Llevaban tinas de agua hirviendo de una habitación a otra. Bandejas con tazas humeantes de té, suponíamos por el perfume. Toallas y sábanas blancas para cambiar la ropa de cama en las habitaciones y los baños. Personal de servicio del cual nunca, a ninguno de ellos, ni a la cocinera ni a la lavandera, ni al señor desgarbado de bigotes finos que toca la campana del almuerzo se les escuchó un testimonio, una palabra tan siquiera, mucho menos una mueca que expresara algún que otro sentimiento o estremecimiento, algo más en sus caras que una lívida y eterna rigidez.
Generalmente el Dr. Ocle daba el cronograma el primer día de clases sujeto a modificaciones, advertía. Aquí tienen los días y los horarios, los temas divididos por unidad, y en ella, en cada una de las unidades los tópicos que vamos a trabajar durante el cursado.
El plan de actividades presentado por el Dr. Ocle podría decirse era perfecto. Armado con la precisión de un experimentado profesor de años con detalles suizos en su diagramación que -si bien aclaratorios y obvios- vaya a saber por qué profundo misterio luego cobrarían dimensión de peán en la letra fina del Dr. Ocle, al final de sus días, de sus divagues noctambulares. Cuando fueran tan solo memorias del instituto que dictara a un amanuense mudo pero de buen oír, todo esto que se les está contando.
Fui alumno del instituto y trabé una relación particular con el Dr. Ocle dado mi interés por el ocultismo, fui numerario del selecto grupo de alumnos que pertenecimos al círculo del secreto. Nos llevábamos bien y al no poder hablar tuve que aprender a escribir. Fui útil al Dr. Ocle y al instituto de formación profesional. En definitiva también serví a los alumnos que pasaron por sus arquitecturas y vivieron, durmieron, comieron y aprendieron. Afuera no tenían a nadie. Por afuera del caserón no había nada. Era el caserón y nosotros precisamente, la materialización de la nada.
Debo decir también que el carácter de internado del instituto, su régimen de reclusión y enseñanza hacían del mismo un arcano en la pequeña población de La Misericordia. Si bien había alumnos que se quedaban a dormir, mejor dicho: vivían en el instituto, otros podíamos ir a nuestras casas dos días a la semana, generalmente sábados y domingos para que pudiéramos ver a nuestras familias.
Con el tiempo el instituto, fundado hace dos siglos y pico, fue perdiendo esa mocedad de los años iniciales según cuentan algunos de los familiares de los alumnos que hoy en día prestan su quehaceres en él, ya viejos, incluso al punto de ser enterrados en el patio del instituto como hicieran los reyes y el papado en sus arquitecturas privadas, en sus siglos de gloria.
En aquellos años se decía vivían en el instituto. Era un internado. Y los alumnos de ese entonces pensaban o imaginaban estar estudiando en una escuela donde había padres afuera esperándolos; pero no era así, después contaron otros allegados, era un guachero a cielo abierto en el ruin descampado de las afueras del centro de La Misericordia.
Los padres y las madres no existían como tampoco existían los pares colegas del Dr. Ocle, quien con su hermana mayor y su difunta esposa vinieran por encargo a tomar el timón de un instituto abandonado hacía más de cien años.
Por aquel entonces una compleja trama mitológica se tejía en el pueblo de La Misericordia. Conquistadores y conquistados habían establecido la paz a través del tratado que llevaría el nombre de la pequeña población en cuestión.
El caserón llamó la población. Dentro del instituto la palabra caserón estaba tajantemente prohibida según lo habría expresado una noche de divague el Dr. Ocle argumentando, que la palabra caserón, no era el problema principal, en todo caso el secundario, condición suficiente pero no necesaria toda vez que fuera precedida la palabra caserón del artículo el, construyendo la expresión el caserón, lo cual, según decía, dicha expresión le proveía una inquietante pátina de misterio y horrominia a quien escuchase nombrar así al instituto. Que en definitiva era un desprestigio decir el caserón.
Sin embargo el control del rumor le fue imposible al Dr. Ocle. El caserón tenía una particularidad desconocida hasta que se publicaran estas memorias. Si bien de afuera se veía una regia casona estilo palacete inglés de los que en la zona se supieron construir, por dentro nadie podía dejar la impresión en la puerta al ver las telarañas centenarias colgando de los techos, de las cañas, de los leños.
Los muebles tapizados por el polvo, la cocina despatarrada y mugrienta como si se tratara de okupas, o de un asentadero de lúmpenes del arrabal de las ciudades, porque en La Misericordia en todo caso, el arrabal, era el propio instituto de formación profesional.
Pero, lo que sobresaltaba, ahora lo puedo dimensionar a la distancia y en el tiempo, eran los túneles y la existencia subterránea que habitaba el caserón. La vida se desarrollaba bajo una constante humedad y escasísima luz a veinte metros bajo tierra. Los pasillos de los túneles como las salas de conferencias y las propias habitaciones de los alumnos estaban hechos de un barro antiguo con arcadas hacia los pabellones. El caserón, debajo de su carcasa, ocultaba una demencial arquitectura de hormigas iluminada con velas que se concebían en la sala de alquimia.
La población nunca lo supo. Temía del caserón, y es más que entendible: muchos miembros de familias de La Misericordia alegaron haber perdido parientes allí desde que ingresaron como alumnos al instituto. Porque luego de la arbitraria noche del egreso volvían sumisos a ofrecerse en los jardines del caserón del Dr. Ocle, quien los seguía alimentando y conservando, idos de su regreso familiar para luego ser enterrados en un cementerio de discípulos eternos de su círculo secreto.
En los jardines cada difunto tenía una escultura hecha de barro, moldeada a mano por el propio ex alumno, lo cual daba la impresión de un cementerio hecho por sus propios muertos.
El éxodo demográfico, la huida de la población de La Misericordia se habría producido en silencio y por la noche. El caserío de la ciudad quedó al abandono y al arbitrio del Dr. Ocle sin que él supiera lo gobernaba desde la espectral guisa que se les acaba de relatar.
Si bien yo mudo, la mayoría fuimos quedando ciegos. La luz natural y la artificial terminaron perturbándonos la visión. Estábamos acostumbrados a las velas. El método del Dr. Ocle resultó, nobleza obliga por sus buenas intenciones, cuanto menos siniestro. Éramos animales de la oscuridad.
El tratado de La Misericordia establecía, contaba el Dr. Ocle en los divagues nocturnos, me entero luego, no se podía caminar más de costado por los pasillos del instituto. Los miembros presentes del centro eremita ocultista de la misericordia tomaban nota, fijaban los artículos, uno de los decanos eremitas tenía la orden de leérselos a los alumnos presentes en un ritual algo extraño.
El artículo seis establecía "colocar en valor los cuerpos por las noches, poniendo a prueba la resistencia humana, levantarse a las tres de la mañana y correr por el bosque que cerca los alrededores del caserón".
Por lo que cuentan los alumnos presentes en la noche de los divagues... se miraban extasiados como drogados las inentendibles marcas con las que salieron luego del paseo que dieron por el centro de la población. Donde no había nadie, ni locales abiertos, ni sitios para adquirir avíos. Una desolación funcional al instituto finalmente porque el abandono del instituto correspondió siempre con la desidia y deshabituación del poblado de La Misericordia.
Fue un éxodo, una clase espectral.