Crónicas del subsuelo: El sermón del díler
Y un buen día el díler subió al pico más alto de la montaña y profirió el sermón a los adictos quienes se reunieron en la plaza del barrio para escucharlo por estriming.
Entonces dijo:
¡Adictos míos!
Hubo un día, en que todo se transformó violentamente. Una mañana, fría en un continente, y calientes noches en lejanas tierras, de llanos y matorrales. Hubo ansia de amanecer más frescos. Y tal vez por eso, dejaron flojita la aldaba, para que la puerta se corriera con el viento y abriera de par en par.
¿Ocurrió inesperadamente?
Como toda peste y todo virus. Contagiaron a los cuatro elementos existentes, y luego, a sus criaturas, denominaron humanas, criaturas que podían con los ojos auscultarse, y con las orejas, acercándolas a las pancitas de las criaturas, oírles, su embrionario entripado rasposo, su quejido fetal; aún el viento, el olfato descubriría un hedor fétido y turbio. Emanaba de las olas que chicoteaban en el limbo, de nubes que agigantaban su acercamiento a los techos de las casas, amenazando, su permanencia estructuralmente débil y vetusta; y los árboles, los pocos en verde quedarían secos, desde hace años, en las últimas plazoletas abandonadas a su antojo. Sin pámpanos. Ya no se moverían más.
¿Sería la última vez que experimentarían un movimiento tan hamacante?
Con la fuerza cada vez más agigantada, el viento tumbó al piso a las longevas agruras, esparciéndose sus ramas en las calles por el golpe, envueltas, en trapos mojados por la turba, para echar más leña al fuego. Lanzadas además para la defensa personal, cual floretes, con la punta encendida iban, contra los gases, de la enfrentada comandancia.
Los techos de las casas saltarían por los aires, planearían, al fin, por fin, como gaviotas, aleteando. Con ahínco y firmeza formarían una V, acostada en una imaginaria nube. Piloteando alto, subirían al límite de la atmósfera; las casas, con la lluvia se irían llenando de agua, supimos, se trataba del hundimiento definitivo de nuestra civilización occidental. Tal como les ocurrió abajo a los de Lemuria, tal como les ocurrió a los de la Atlántida arriba del planisferio. Nadaban los cacharros por la inundación.
Nadaban mesitas de luz y frasquitos de ungüento. Muñecos de trapo. Alguna cabecita suelta flotaba en una postal, de africanos devorados por leones. Un cuerpo pasaría por el agua, como si nadara, sin mover siquiera los brazos y las piernas. Pero, como todos dependíamos de la civilización occidental, fuimos arrastrados por la resaca de sus consecuencias, como ese cuerpo flotante, cual camalote sin su rana, su destino hídrico estaría prefijado. Morir ahogado en derredor de manglares, en su tundra ancestral, ser alimento de boas y anacondas.
Pero, aquí las cosas, se darían de otra manera, pero por lo mismo.
Decidieron tirar, las estatuas de sus líderes y sus dioses, descuartizándolas, parte a parte por las calles. Era la Era de la ira. Los montes secos darían sus últimos quejidos por la boca de la salamanca. En la quemazón, una hilera de fuego, haría de la muralla un tope impenetrable como el del Chaco.
¿Algunos enloquecieron?
En su último acto de esperanza, intentaron, atravesar la muralla de fuego corriendo. Pero, el alto grado de ardor, terminó incinerándolos en pleno pensamiento, ¡en pleno salto!
Quisiera recoger al menos sus cenizas. Quisiera esperar pasara este agrio relámpago de cisne negro.
¡Ay, adictos míos!
No, no, no.
No habría ya esperanzas, las sotanas de los curas mostrarían las hilachas. Las monjas, mostrarían a la vez, sus desnudos cuerpos, definitivamente, como deseaban libidinosamente los parroquianos en privado ¿en los baños de sus casas? Era la quimera de un mundo encantado la que se caía, pedazo por pedazo.
Un castillo de hadas se desmorona, con la primera ola en la costa, y sus pasadizos subterráneos se inundan, dejando a todas las hadas ahogadas, acurrucadas en el rincón que no tiene amianto. Pareció convertirse en una pileta cada vez más profunda, por acumularse agua en ese ángulo ladeado; y si pensamos en su arquitectura podremos decir que por el mal cálculo en ese entonces, el agua, se juntaría siempre allí, toda vez que lloviera. Un castillito olvidado, testimonio del último niño que hubo de quedarse jugando, distraído en la arena, antes del tsunami civilizatorio.
Erase el sálvese quien pueda. La hilacha de los hombres se vería todita en las tragedias. Yo, intenté adormecerlos por un buen tiempo, a algunos todavía, los tengo, cual muñecos manejados por mis piolas. Pude ver lo siniestro en sus movimientos. Y me han contado...
Que quisieron juntarse cuando les cundió miedo ¡Ahora sí, ahora sí quieren juntarse! Antes, oscilaban entre la hipocresía y el sinceramiento bajo los efectos de sus vicios. Sin embargo, al hombre ya no se le cree más, mis queridos adictos. El hombre ha dado muestras suficientes para apartarlo del camino inevitable hacia el caos, que no comprende; y fueron los destinos cósmicos, no los humanos precisamente, quienes devinieron en la cifra del misterio, aún no revelado para ellos. En el caos, el hombre tiende a perderse. Al no asumir la naturaleza anárquica de toda existencia irrefutable. Se agazapa panicoso, en el orden de su institución primaria. O vuelve, al sitio donde dice amó la vida, tal vez un patio con frutos desparramados y unas viejas y destratadas plantas. Y unos perros persiguiendo a unos gatos. Y una eléctrica noche atiborrada de estrellas. Sin embargo...
El recorrido melancólico se haría en soledad. Ya no armarían bandadas nostálgicas como antes. Los hombres andarían erráticos, ¡perdidos en los montes! Y por los antiguos camposantos. De lodo, de arenas movedizas, desplazarían sus cuerpos a tierra, como hacen las serpientes camuflándose.
Algunos cantando, otros elevando plegarias a los hongos de humo negro que levantaban su espectáculo de horror. Fueron debilitándose, mostrando el raquitismo y la vileza de sus actos. Por donde pisaran sus sandalias. Dejarían marcas. Se pusieron a llorar cuando debieron haberlo hecho mucho tiempo antes.
¿Quisieron hablar cuando ya no los escucharía nadie?
Ni siquiera el espejo que me robaron una noche, para tomársela toda junta, usaron para mirarse. Quisieron... Hacer lo que no hicieron durante tantos años ¿Recogerse? ¿Retirarse? No supieron clausurarse a tiempo, no costaba nada se dieran vuelta, una sola vez, para ver el espanto de lo que hicieron durante su estadía en este mundo.
¡Miren quién les habla, escuchen quién les dice!
Sacudiéronse la traza, primero gateando, luego reptando como los matuastos. Pero los adultos, ya sabían que de los juguetes rotos, nadie, eleva a su maduración ¿Fue por pánico a la muerte? ¿Hay que madurar hacia la infancia? Pero no para actuar como niños. Una metáfora que nunca entendieron como tal. Literalmente literales. Entonces les procesé el pensamiento y les habré dicho, que un juguete roto es la muerte del objeto, mas no del juego. No obstante tal esfuerzo...
El hombre promedio creyó lo contrario. Los hombres promedios se apunarían de gloria al entrar en las construcciones. En bastimentos, los esperaban guardapolvos blancos y zapatitos negros. Los hombres promedio, ya niños literales, actuarían por capricho y por rezongue. Y toda su descendencia reclamaría por sus actitudes. Generalmente caprichosas, como dije, a eso de las dos de la madrugada, ya estarían puestos con mi polvo blanco ¡Pero qué hicieron!
Salieron de las construcciones. Se pusieron ropas que adquirieron en locales de vestimenta. Probándose, distintas mudas y calzados. Eligieron, trajes, para las (y sus) conferencias. En sus casas anduvieron de bermudas, justamente, por ser creyentes de los misterios del Triángulo de la Bermudas, donde se perderían barcos y aviones, todo navío aéreo que por ahí pasara desaparecería por completo. Y en el tiempo, o a través del tiempo, viajarían unos cuantos. Las Bermudas fueron objeto de investigaciones, al punto de crear un Ministerio Mental, de objetos voladores perdidos en el Triángulo de las Bermudas.
¿Se habría burocratizado el tema?
A través y mediante, la creación de una institución para el caso. Porque la ciencia, no podía demostrar cómo un objeto volador identificado, desaparecía por completo. Al traspasar ese triángulo imaginario, pero efectivo. Sirvió para la distracción, cuando el tema de las Bermudas salía en algún periódico, o canal de televisión europeo.
¿Se hicieron eco los hombres recios?
Cambiarían algunos de sexo, para así ocultar sus actos cometidos. Otros, que andarían ataviados con las ropas de sus madres, tomaron un barco enorme y populoso, fingiendo un viaje de egresados anacrónico y ridículo. Como gallinas cluecas, andarían mutando voces en el navío. Entre la multitud se harían inidentificables. Serían descubiertos más luego por la tripulación, que nunca entendería la función, ni de qué iba, tal escandalete en ese barco. Serían arrestados y dejados a deriva en una isla llamada Lesbos, batallaron. Finalmente, consigo mismo, en los mismos baños.
No le ganaron tan siquiera una medalla al enemigo, es más, amaron a sus enemigos, como a nadie nunca jamás en la tierra se amó a otro semejante.
¿Se arrastraron?
De la peor manera. Fueron condecorados, con motes distintos, para la gracia y exposición nobiliaria de los poderosos.
¿Y les dieron una mierdita de plástico transparente con sus iniciales?
Para el recuerdo. Para la posteridad. Ellos quedarían chochos con la cosita vergonzosa entre sus manos, sacándose fotos. Y la mierdita de plástico tendría carácter de premio, para que los imbéciles coleccionaran en los estantes sus vanidosos logros.
¿Peditos de mal olor?
¡Mostraron sus instrumentos a la prensa! Otros, sólo mostrarían las manos. Quienes tenían menos dedos fueron descartados, mandados, a tareas de limpieza. A los que no tenían dientes les dictaron los puertos, para embarcarlos luego, mar adentro.
Ay adictos míos, qué desgracia. Las decisiones...
Se tomarían bajo un tensísimo estado de desesperación. El hombre, no estaría preparado para ello, pero sí la fría y calculada mirada de sus gobernantes. Los gobernantes sacaron cuentas y, con su mirada impasible, se vieron envueltos en la necrofilia de su inconsciente proyecto de raza superior.
¿Calmar a los intelectuales con dinero e invitarlos pasen a su grimorio, para el festín de los seres más perversos?
Para que vean y miren. Para que observen y no toquen. Para que tras el vidrio un tango silben.
¿Sería tarde para reveer las decisiones tomadas en su momento?
Un día me haría díler, los 24 de diciembre de todos los malditos años. Así los muchachos y muchachas, ya tendrían antes de las doce de la noche, ¡algo conqué guasquearse! y esperar el cejo, que separa oscurecer de amanecer. En estado de máxima dureza verían cosas extrañas, a partir de las primeras aspiraciones, siempre, pega más.
Ustedes recuerden, ustedes imaginen que...
El sol ¡les habría negado el desliz! Todavía no estarían puestos del todo como corresponde a un correcto y aplicado adicto.
¿Destrabarían la situación con uno o dos saques de entrada luego de bajarse dos botellas de whisky escocés de colección que en el bar privado uno de ellos tendría escondidas en la vitrina del living de arriba armado para la ocasión y recubierto de libros para camuflar una vida dedicada a tapar y taparse?
Una escenita de máscaras para los invitados especiales, que, semana a semana, coincidirían en el mismo huerto.
¿Uno no dudaría de una persona que acumula libros en una biblioteca y tiene una familia de bien y presentable?
Auto, casa de fin de semana ¡viajes y dinero disponible para cualquier contratiempo se presentase!
¿La vida les fue breve a esos hombres y mujeres, que con la nariz etc?
Serían unos torpes e infelices. Tomaron. Bebieron. Comieron. Jamás rezaron ni bendijeron los alimentos. Yo les llevaba la cosita blanca a La Casa del Fado, cuando podía movilizarme por mis propios medios. Luego, no pude más, porque se me inflamó un testículo del tamaño de una piñata gigante. Me colgaba. Muchos quisieron sacarle fotos a mi guevo trapecista, otros, solo querían conocerme por la fama que se me había hecho en los bares por las noches. Entraban, me congratulaban como a un dios inválido, delicadamente me pedían, si les podía vender un poco... un papel, dos papeles ¡fueron unos verdaderos miserables!
Al único que le permití robarme la piedra filosofal, al que siempre quise entrara a mi casa, porque le tenía confianza, era a un amigo y vecino de mi barrio de la infancia. Los demás, fueron unos pajeritos y pajeritas del ojo, voyeurs impotentes para el riesgo. Al guevo me lo tendrían que extirpar, dijeron los médicos que supe alguna vez asistir con cocaína cuando estuvieron de guardia en sus nosocomios. Yo no quise por ese entonces operarme. Me la pasaba en cama con mi guevo colgante, atendiéndolos, cuando se metían por los techos, y yo había cerrado con llave la puerta mi casa, la de adelante.
Pero ellos, que no creían en nada, mucho menos creerían en la palabra. Ni en mis indicaciones creían ya. El oro y la plata de sus herencias les dio la gracia para vivir en lugares alejados, con mucho verde y árboles, altos y frescos, donde licuarían la resaca con sus familias. A otra cosa mariposa, que se prende el fuego y seguro vuelvan a mí, luego de ponerse hasta las manos con el vino, a golpearme otra vez la puerta. A patearla.
Atendí a diputados y comisarios, y a los empresarios, cuando podía movilizarme en la época en que manejaba ¡se las llevé bien presentadita hasta los cantris! De lo más variopinto fueron mis clientes, adictos por naturaleza.
Los atendí como se atiende a los dioses.
¡Yo los hice adictos porque elegían de la mía y no de la otra porquería!
¿Protestan?
Se quejarían igual. Porque un día, no tendrían luz. Se quejarían, porque la tormenta les anegaría las calles por un par de días. Volverían a tocar, a golpear, a veces a patear insistentemente, una y otra vez la puerta de mi casa, a altísimas horas de la noche. No tuvieron ningún reparo en llevar a esas gentes ebrias a mis aposentos. Todos, hablándome a la vez, apurándome, porque le tenían miedo a la policía. Se refugiaron en mi pieza ¡dónde se ha visto! Uno, se quedaría en la puerta vigilando, tiritando. No se arriesgaría a bajar de su auto, porque según él, lo conocían demasiado, entonces... ¡que se bajara otro!
En fin... que los actos, dicen más que las palabras que emiten por su boca las personas, aún emocionadas por un abrazo cocainómano, que de costumbre, se emplea para demostrar el cariño, que inyecta por momentos la droga blanca. Se quiere a todo el mundo sin discriminaciones ¡sabes cómo te quiero Horacio! Pero vos, ¿sabes cómo te quiero? Dirían.
Ya se sabe. Se sabía. Se supo y se sabría.
¿Caerían en la chiquita?
Ellos mismos se consideraron grandes, elevándose a héroes, pioneros de no sé qué carajo se creyeron.
¿Se vistieron para la ocasión?
Nunca mostraríanse frustrados, por la vergüenza que les proporciona su ideología de clase mierda aspiracional, que construyeron, con sus dotes de personas intermedias en la vida. De todas maneras, sus caras, delatarían en pocos años el fiasco de sus proezas. Se hicieron ateos por dentro, aunque por fuera se persignaran, frente a cada edificio, de cada institución donde trabajaran; pasando con los vidrios bajos de sus autos y camionetas frente a las iglesias, haciendo una torpe y apurada señal de la cruz cual idiotas sin ministerio.
Puritanos... ¿La casta más elástica de la razón y la más pacata?
Nadie les creyó nunca más a los ateos. Propusieron el imperio de la razón por sobre lo sagrado, y, mucho más, por sobre lo profano, porque a la palabra "profano" usarían mas nunca jamás sentirían en lo profundo de su ser. Sus razones, entendieron, eran las que debían imponerse, y así, juzgando a sus pares lavaron sus culpas, tomando cocaína de la buena, en una fuente de porcelana de alguna abuela de prosapia.
Los no adictos se habrían retirado de la cena. Hace rato. Gobernaron y se auto perpetuaron, en la verdadera y real inmundicia. Violaron, el pacto de la palabra, porque cuando tomaban, no paraban de pronunciarla. Al otro día se olvidarían de lo hecho, y mucho más de lo dicho.
¿Nunca fueron indulgentes?
Aún con sus esfuerzos para parecerlo. Se enfermarían cada tanto. Pero, no sabrían ni querían saber, que su morada ya estaría preparada para invierno y para el próximo verano.
¿Faltaría mucho tiempo?
Apenas las primeras nieves, apenas los primeros zánganos. No lo supo tampoco el animalaje que brotó de las taperas. Miles de perros angurrientos, hociqueando los restos en las cunetas, que ya traerían barro y lodo. No fue momento para jugar a los barquitos de papel. El papel se usaría ahora para otra cosa, el glasé que nos pidieron en manualidades ahora serviría para hacer envoltorios. Era un naufragio en la propia tierra, porque ya, el agua, les llegaba hasta el pecho; y a algunos hasta la nuez. Y siguieron hablando de solidaridad en la tragedia, nadie les creyó, nadie siquiera tomó en cuenta sus palabras. Lo que tomaron de sí fueron sus actos, y de los actos poco lugar le queda a la palabra manoseada.
La fe en el pacto que rompieron. Y al hacerlo la fe perdieron.
¿O nunca la tuvieron?
Sin creencias, para ellos, todo regiría bajo el imperio de otro dios, la diosa ciencia. Y por la ciencia matarían, a quienes tuvieran creencias o contaran leyendas o curaran de palabra. Con los instrumentos de la ciencia destriparon cuerpos, luego, dijeron, los curaron estancos en alcohol. Cada parte de esos cuerpos, de distintas guisas, presentaron en frascos amarillentos.
¿Los momificaron luego?
Quedarían duros. Pero todo, todo sería tarde. Repito. Quisieron hablar, pero ya lo que decían, lo que salía de sus bocas, era la pura queja. La queja generacional por la falta de coraje y valentía para encarar los obstáculos que la vida pone, o que alguien con vida ofrece. Tal vez con la muerte hayan aprendido la lección, para saber y tratar, como debe tratarse a un muerto.
Pero no.
Al muerto lo destrataron en vida. Luego le hicieron homenajes institucionales ¡todos arriba del púlpito alabando la obra del muerto tibio! Después, se fueron, junto a los mafiosos de las cenizas, a rumiarse los codos por la ira contenida. Se quedaron con el hampa de los documentos y las pruebas, confeccionadas para el evento del futuro juicio, del cual, nadie pero nadie, diría nada de nada.
Hombre y mujeres bajo el mismo y sucio pacto.
Así, los marranos, fueron llevando la razón hasta sus últimas consecuencias
¿Dialéctica del iluminismo? El apocalipsis.
Ha sido derrotado el hombre con su raza, y ya, todo lo que diga es puro sebo mesclado con flashes de reconocimiento. La palabra "reconocimiento" termina con "miento".
Entonces, adictos míos: miento, luego escribo y desaparezco.