Esta mañana a un hombre le han dicho por teléfono que su madre se le ha muerto. A altas horas de la noche. En plena madrugada. Y que ella está endurecida y acostada. Sin soltar respiración. En un camastro y al fondo de una casa. Más sola que nunca. Y en su decrépito estado de mortandad permanece. Su cuerpo es definitivo. Y se le está evaporando el alma. Quien celó de su enfermedad y de sus cuidados, padece un estado de bipolaridad esquizoide diagnosticado por los médicos en la fase 4; y está anulado para actuar.
Se trata del hijo menor. Que ya es un hombre grande, y, que por disímiles motivos, no revelaremos su nombre por piedad. Se dijo que el velador de la muerta venía enloqueciendo y que su vida se tornó incontrolable en los últimos cinco años. Por los malos negocios y ambiciosos proyectos, todos truncos, derrapó en circunstancias que detallaré más adelante, si se me permite, luego de volver de las primeras derivas de este contar.
Se habría precipitado el deceso de esa madre. Y era sabido porque sí, ¡y era sabido, también, porqué no! Si sus parientes lejanos enterados o no, y sus dos hijos, más su único hermano de sangre quien murió hace tres años de un cáncer de garganta fulminante (supo ser cantor de tangos) estarían ausentes frente al cadáver de la difunta. No se sabía, y se sabía no vendrían. Ese cuerpo no tiene a nadie más que a su cuidador ahora enfermo y loco de la cabeza. En su lecho le veo sentado al borde del camastro. Y pienso en esa imagen y digo: quien velaba por su vida, mañana, tarde, y noche, ahora tiene que enterrar en un pozo a su madre espichada.
Acongojado de miseria le pasó un trapito mojado por la frente. Intentando revivirla batió su cabello, ya trisado por su embrionaria condición de muerta. Y limpió su cuerpo con una esponja. Se obsesionó. Y se ocupó de las tetas de su madre, de donde sacó un par de pegotes delgados y largos. Una lombriz de puro barro le gorroneó los dedos y daba asco verlo de lejos. Pero a él no le daría repugnancia. Imbuido en la locura de fregar ese cadáver, ido de sí, le olfateó miembros y extremidades, los brazos, las axilas, y le dio besos en la panza.
Por el culo le metió un trapo empapado con lavandina que envolvió en un palo de escoba. Se lo campujó dos y tres veces, pa metérselo de nuevo dos y tres veces más, se lo sacó y lo metió. Dijeron la preparó con esmero pa que se la llevaran prolijita (limpia y radiante va la madre) los cocheros al entierro. Ya los velones la esperaban ardiendo. Después, dicen, la vistió con esas ropas de difuntos que emocionan a cualquiera. En estos casos de honda gravedad. Quiso él mismo ponerla en el cajón.
No dejó a los cocheros lo hicieran. Los apartó de alrededor del camastro. Inquietos. Ofrecieron sus disculpas y en un tono grave e inclinando sus cuerpos, se sacaron sus sombreros. En señal de respeto se los llevaron a su pecho. La tomó cual esqueleto. Y envuelta en una sábana, suavemente la depositó en el cajón de madera. -"Ciérrenlo". -Dijo, augusto de semblante. Y se le cayeron dos lágrimas gordas que se evaporaron en el piso, dejando dos aureolas en ese árido secano.
El sol partió la tierra ese mediodía. Una comedia de enredos y de entierros tejió una trama encriptada. Desde el núcleo de la dejadez por la dejadez misma, mire vea. Había antecedentes. La abuela de sus hijos más vieja que enferma había muerto en un hospital, si mal no recuerdo hace veinte años, y esa imagen, la de la vieja moribunda, su hija retuvo hasta el último suspiro. La hija de la vieja dijo algo sobre esa imagen. No se supo a qué se refirió. Vaya a saber qué se habrán dicho en esa intimidad última las dos muertas.
Supongo en esos momentos de congoja no se le discute al agonizante. En ese caso podríamos pensar en un homicidio preterintencional si alguien lo hiciera. ¡Vaya! Si apenas faltaban unas horas pa que se la llevara la desgracia.
¡pa qué cometer un homicidio!
Pero esta vez, fue a estos hombres, hermanos de madre y no de padre, a quienes tan amarga situación les tocaría por en-des-gracia. (Se dice porendesgracia) Apenas unos años y de muy niños. Estos hermanos compartieron mismo techo misma madre y misma abuela. Ahora esa mujer de quien se amamantaron yace en una habitación tirada en un camastro cual perra parturienta con su alma agonizando. A las risas y a su lado, la propia muerte se le sentó en una silla, y abrió el libro de las mil y una noches. No la quiso dejar sola y le leyó la noche 566.
Una pareja de gente desconocida, enteró al hijo mayor. A su madre habían estafado. Pobre vieja. Pobre madre fallecida de antemano. Al hermano que no hizo nada por aparecer en su velar, la muerte de su madre no melló en su ánimo. Le dolía, sí, pero el mayor estaba curtido de antes, ya la había despedido sin que se muriera, pa sus adentros, sin decirle nada a nadie. Hombre tosco. Criado en la adversidad y en el infortunio, con un fuerte temperamento en su carácter, forjado en alianza con el tiempo. Vejado en su infancia. Hizo de su acusada imbecilidad y en su propia desolación, un arte.
Simuló ser el idiota de una familia desgajada. Elegido comodín fue naipe. Y tuvo, diferentes nombres y apellidos. A permanentes cambios de identidad fue sometido, los cuales, iban de la mano del siempre novedoso y auspiciante emparejamiento de la madre, la heroica apuesta a la reconstrucción de un nuevo seno familiar, la fantasía de la casita. El marido y los hijos en la escuela. Y la abuela sentada en el patio frente al limonero. Y los frutos que les daba la tierra en una fuente. Pa que la abuela picoteara.
Un teatrito. A imagen y semejanza de las publicidades. Se difundía a través del aparato ideológico del televisor. Proyectaba el aparato ideológico familiar con ahínco esa puesta en escena del producto. ¡Vitina, pa que los niños crezcan sanitos! El plano general de una cocina comedor muestra al marido en el sillón del living leyendo el diario. En la toma central y desde la cocina aparece en primer plano la esposa dándole de comer con una cucharita al bebé. Baboso él, Babosa ella. Estúpida la madre en la propaganda. A los avioncitos con la cucharita llena de Vitina ladeándose a la izquierda de su pantalla y luego, moviéndose hacia la derecha de su televisor. En zigzag, subiendo y bajando en el aire hasta su boquita. ¡Coma Vitina y crezca sanito! Decía con una sonrisa, al final de la propaganda.
Como mamushkas, la propaganda difundió a su propio monstruo exterior, el televisor. Se expandió la televisión por lo que la televisión vendría a mostrar desde adentro. Y en únicos modelos de cosas y de órdenes, de valores y de principios, mayoritariamente morales, monstruosamente familiares y súper técnicos. Como las mamushkas unas dentro de otras. Comprar un producto es comprar todo lo que está detrás de ese producto.
¿Y que está detrás de ese producto? El mundo mismo. El mundo se ocupó de embobar con esos aparatitos ideológicos de estado. Louis Althusser estaría contento con el oxímoron, y supongo con este cuento se reiría en la Ecole, o en el psiquiátrico donde lo mandó la Ecole de París pa que no vaya en cana. Sus cenizas no descansan en paz en ningún cementerio. Están esparcidas dentro de sus libros. Siguen dando que hablar. Más por los padecimientos de su autor que por su filosofía en toda su obra. Porque ahora le toca al cuerpo de Althusser y a su mente, ser, minuciosamente analizados.
La muerte de una madre conmueve ¡sí conmueve! A todos y a cada uno de los lectores de avisos funerales tras leer una noticia cuyo objeto sea la muerte de una madre deja retraídos y en silencio. Una madre de tetas blancas. Con las que alimentó a sus críos. Ahora se desangra lentamente y se debate, en un dialogo inconsciente en los bordes de la nada, con la parca. Y nadie sabe qué le pasa ni qué dice... Siesque dice algo. Ya no habla. Resucitada de su muerte desvaría. Con su voz anulada y en frenesí, a veces sí y otras veces no, en esta etapa de su final, no reveló ni con señas ni con muecas lo sucedido.
Mas el que quiera comunicarse, aun ciego o amputado, o ya perdida su habla, prende fuego. Pa mandar señales de humo con la mirada. El silencio de la madre con el mayor, se hizo manipulación. Y su desgracia una depresiva comodidad. Se sabe que hablar no es fácil. Sin embargo ella, acusando malestares. Muerta y todo. Ciega y demente. Amputada de todo miembro supo acomodar los naipes. Pa que de su casa se le fuera el mayor de los hijos e ingresara el menor a su turno. Su cuidador definitivo. A quien se le endilga una patología psiquiátrica de gravedad y urgencia.
¡Quién podría reconocer para sí una desesperante locura frente al espejo! Y es claro que la madre tampoco ha podido percatarse. O no ha querido hacerlo. De puro acostumbrarse a la nada de su dejadez. El mayor por la suya tuvo que irse nomás. A otra parte. Expulsado por la desgracia. Nadie le dijo andáte. La desgracia se lo dijo y la dejadez de la madre y la del hermano menor se lo hicieron sentir. Sin emitir palabra.
Todo delirio tiene su orden propio en el caos que lo circunda. Ejemplo de ello es la situación: el hermano menor logró implantar un orden celestial y místico. A la casa de su madre la hizo refugio monstruoso a medida de la luna. Patinó representaciones de frescos y pintó ángeles perturbantes. Pinto cielos. Pinto noches, en todas las paredes de la casa. Parecía uno entrase a una casa de locos, a una Casa de Hojas de una novela norteamericana. El suspenso de la casa es psíquico. El menor de los hijos se quedaría nomás con ella. En ese díscolo mundo de pinturas emparedadas. Le usurpó casa, sueldo y pensión. Le manejó la contabilidad. Y un buen día decidió invertir en emprendimientos y negocios que nunca se conocieron. No se supo jamás de qué iban ni qué hizo con la plata que desapareció.
-El dinero de la venta de la casa se ha perdido o me lo han robado, no sé. -Dijo muerta de risa.
Lo dijo desde un teléfono sin ubicación. Cuando el mayor le llama a su madre ese teléfono no responde. Se bloquea. El hermano menor a la madre le haría vender la casa, y de esa operación arrendarían en el fondo de otra casa. Y en otro barrio. Nunca le dijeron donde quedaba. Alquilaron una pieza con baño compartido. La madre muerta le daba de lástima esos gustos. Pero se supo se los dio porque no le quedó otra, a cambio de cuidarla y bajo un pacto inconsciente la madre se dejaría someter a sus decisiones caprichosas y autoritarias. Le dejaba hacer y deshacer prostituyéndose por compañía. La madre pal hijo menor fue su puta servidumbre. Por tan solo cuidarla.
Por impotencia y vergüenza. La madre dejó al mayor se fuera bien lejos, hasta que le perdió el rastro. A ese aventurero obligado no le atendería jamás el teléfono. Vergüenza. La madre muerta y todo, no le atiende el teléfono a su hijo mayor vivo y todo. El muerto siempre manda y es fantasma. Se dijo, el mayor, peregrinando solo y con un bolso colgado de su hombro, recorrió miles y miles de kilómetros. Erró por el norte y húbose casado con una cholita mucho menor que él. Tuvo problemas con sus parientes bolivianos. No se la querían entregar luego del casorio pactado en 2500 pesos bolivianos. La cholita se quería ir con él. Pero...Le dieron paliza los parientes después del baile, pa que tenga y se quede quieta en su morada, en el Alto de La Paz.
Pobre cholita ensangrentada. En una desahucia atípica de ira contra sí misma la cholita se arrimó a la cocina. Y sacó un cuchillo de esos que se usan pa abrir el pecho de los chanchos. Y se desgració al sol. El patio de su vivienda es de barro. Como una samurái se clavó el cuchillo en su mondongo. Le dio con la mano al mango dos vueltas tercas en sus vísceras. La cholita gritó como nunca. Dijo, en su dialecto, incompresibles frases dirigiéndose a sus dioses. Miraba al cielo... Se le desvaneció el cuerpo. Sus ojos blancos. Pálida ingresó en una evidente fase de desprendimiento de su alma. La cholita ya no pesa nada, de veinte a veinticinco kilos su cadáver como mucho, marca la balanza de la morgue.
Es un cuerpito amarillento que despide un olor nauseabundo como de momia. El piso es un charco de sangre boliviana. La enterraron una tarde sin sol y le hicieron una apacheta en el cementerio bien arriba de los cerros. Pa que le visitara el mayor de los hermanos. Su marido. Y sus parientes bolivianos, que vivían en otros pueblos, vinieran a ponerle flores a su retrato. El mayor de los hermanos y esposo de la difuntita nunca pudo asimilar la tragedia. Vez pasó la misma, la gente de su comarca seguiría su vida normal, pero él se iría de nuevo. Pero esta vez con un morral colgado de su hombro. Errando, hacia otros páramos.
Al menor de los hermanos lo encontraron en una acequia. "Muerto de un paro al corazón".... Fue lo que dijeron. Podría haber muerto por otros motivos. Más allá de lo que diga el acta de defunción. Las actas de defunción esconden el verdadero porqué de toda muerte. Las acciones que lo llevaron a ese sujeto a morir no figuran en el acta de defunción. Estaría en una acequia con la baba y la sangre resbalando de su cara, muerto. El cadáver de la madre yace en el camastro. Quienes le alquilan la pieza no están más al punto de no saber si estuvieron algún día. Podría pensarse que jamás de los jamases existieron. Y que la muerte de esa madre no ocurrió nunca. Y que nada de lo que aquí se cuenta fue realidad, tan solo un sueño.