Crónicas del subsuelo: Daisy
En casa de Claudio no habría nadie. Padre, madre y hermanas -Rita e Ivonne- resolverían esa noche ir a cenar a lo de unos amigos, creo, por lo que dijo en un momento Claudio, a la casa de Lucho el violinista, novio de la vecina que vive pegadita al pasillo, con quienes supieron hacer buenas migas porque eran jipis. Tanto las hermanas de Claudio como la vecina y su novio Lucho, el violinista, quien además de tocar el violín a veces le daba por manotear el arpa, se habrían hecho camaradas por los perfumes que de patio a patio compartían: plantas para fumar y del enigmático hedor del pachuli, según refirió Claudio, haciéndome olfatear de su dedo una pócima de un frasquito oscuro. Que lo probara, lo sintiera.
El pachuli fue el perfume de los jipis durante mucho tiempo. Llegaron a fabricarlo ellos mismos y lograron venderlo en plazas autorizadas para jipis. El pachuli era hediondo, viscoso y al principio negro. Yo por entonces dudaba si se trataba de alguna clase de droga o de loción. Cavilé en un momento que los jipis se lo pondrían para tener olor a jipi a propósito, y que otros jipis reconocieran el olor del pachuli en otros jipis. Así los jipis se irían uniendo por los caminos del pachuli, supuse, para contrarrestar al enemigo, o quizá haya constituido una táctica de inteligencia de los propios jipis para reconocerse en esos años de oscuridad. Sentirse en fraternidad con sus iguales y hediondos jipis.
Algunas chicas jipis tenían olor a sahumerio. El sahumerio, el pachuli y las sandalias del pescador hechas de cuero con las manos, prácticamente conformarían la tríada sectaria, el jipi podría pasar como un eremita por el centro caminando. Sin embargo le echarían el ojo por sus pelos largos. Lo mirarían raro y dudarían.
En ese panorama unos militares habrían tomado el poder y colmado las calles de tanques de guerra. De la masacre contra la población nacería finalmente un enfrentamiento póstumo, a miles de kilómetros de la argentina, NO BARDEEN BUENOS AIRES.
La juventud patriótica exasperada. Nosotros como argentinos habíamos tomado las islas gracias a un brote de Whisky; motivo por el cual habríamos recuperado lo que por derecho internacional era nuestro. Llegarían los apoyos de Fidel Castro, los apoyos del Perú y de unos pocos países más, todos iguales de insignificantes en el mapa internacional.
Hago aquí un apartado para recordar al gran Criminal Mambo. Una vez le pregunté a sabiendas pasaba un mal momento de salud ¡cómo andaba de su salud Don Criminal Mambo! En la sangre le habían descubierto un veneno que lo deterioraba lentamente, Criminal Mambo tomaba whisky, muchísimo whisky. Entonces me respondió que se había salvado finalmente de sus dolencias gracias al whisky. Desarrollando su teoría concluyó con la mítica frase: "El whisky salva vidas".
Le revisaron todo el cuerpo por las dolencias que le provocaba el veneno y descubrieron que se estaba pudriendo su hígado por el whisky. Los médicos no le darían mucho tiempo de vida, y esas cosas de análisis y estudios, con lo cual, pudo cambiar de hábitos por el cagazo. Dejaría de tomar whisky. Ahora toma sesiones de ayahuasca y no prueba una gota de alcohol, toca instrumentos antiguos en Tarragona, donde habita. Todavía sigue vivo. Diría con él, ¡gracias al whisky!
Mientras, el jipi en la argentina, era cazable por naturaleza. Por su pelo largo y sus túnicas, más lo delataría su propia táctica en el uso del pachuli. Se los llevarían en camiones celulares. Al fondo del celular de la policía todos los jipis irían amontonados como vacas. De ese ambiente pringoso podía obtenerse en el aire, si uno quería, extracto de pachuli.
No obstante a ellas, a las hermanas de Claudio, Rita e Ivonne, los padres no le dirían nada nunca por su jipismo galopante, ideológico y práctico, en cambio a Claudio no lo querían jipi. Tampoco sabían cómo lo querían, pero jipi no. ¡Sí! Que hiciera cerámica, que hiciera porta macetas de caña colgantes ¡pero jipi no!
¿Lo querían o no lo querían a Claudio sus padres? ¿Me querían a mí los míos? ¿A mí qué me decían?
Cuestión que no había nadie en la casa de Claudio esa noche de jueves santo. Nosotros con Daisy habíamos llegado a topar la puerta principal luego de atravesar el pasillo largo, oscuro y convexo. Decidimos en el trayecto no comprar nada para tomar porque en la casa de Claudio habría Cynar, Hesperidina, Cinzano y Whisky. Bebidas del padre de Claudio se nos ofrecían a la vista en el aparador tras el vidrio.
La casa estaba casi en penumbra. Un foco apolvado, decorado con una magnolia transparente y biselada daba una tenue luz al ambiente. En la pared, arriba del fogón, había un cuadro de una Reina siniestra. Un cuadro berreta, una pintura plagiada en el mercado sin nombre, viejo cuadro de adorno y decoración lúgubre de toda casa lúgubre. Le pregunté a Claudio quién era esa Reina siniestra.
-¡Mí Abuela, que fue una Reina!
... ¿siniestra?, pensé.
Yo hice mutis por el foro como dice la frase histórica. Daisy pasó al baño y demoró un buen rato. Supongo arreglándose, lavándose, enjuagándose. Claudio me hablaría al oído suavemente:
"primero entramos a la pieza con Daisy Después te pego un grito y te venís a la cama Yo me voy al baño y ahí te quedas sólo con ella ¿entendés? Vos hacé lo que yo te digo Alberto"
Afirmativo.
Mi amigo y Daisy en el cuarto de los padres, en la matrimonial, metidos debajo de las cobijas tanteándose los bultos. Yo esperaba algo inquieto sentado en el sillón del living mirando televisión. Daban una de Semana Santa en el canal 9 Televida, creo, Las tablas de Moisés se llamaba la película, pero no sé si así se llamaría por las diferentes traducciones definitivamente; de seguro era religiosa y se veía empezada.
Si bien no me sentía nervioso algo me picaba en la panza. Algo como una vergüenza o un miedo. Cuando de golpe vi los créditos de Las tablas de Moisés. La película había terminado, no obstante ahí nomás empezó la otra, la segunda, donde salía directamente Jesucristo crucificado ¡sangrando que daba calambre! y abajo María Magdalena acariciándole los pies llorando desconsoladamente.
Imaginé que Daisy haría lo mismo con Claudio. Pero, en ese imaginar, identifiqué la diferencia, que a mi amigo no lo habrían crucificado nada esa noche, estaba de joda en la pieza de sus padres con una patinadora, demorándose. Me vi la segunda película de cabo a rabo y en este caso, ni noción del nombre de la segunda película, ni tan siquiera una aproximación a cómo se llamaría o la llamarían.
Podía notar que en la programación del canal habían puesto primero Las tablas de Moisés. Habrán sido las tres o cuatro de la mañana cuando empezó pegadita la de Jesucristo con todo su calvario, crucifixión y resucitación entre los muertos. Yo me había tomado dos vasos de Hesperidina pura. Me sentía mareado. Fumé un paquetito entero de diez. Creo eran Derby sin filtro, venían en una cajita roja, cigarrillos cortos y anchitos que por entonces difundían en una publicidad con el actor Carlitos Calvo, muy joven el actor, promoviendo además del Derby corto, un estilo de vida portado por el mismísimo Carlitos Calvo.
Un pibe de barrio vestido con pantalón y camisa de jean, sensiblero y romántico, machista y culposo, familiero y amiguero. Machito argentino de raza. La gente por entonces, amaba a Carlitos Calvo.
Recuerdo su rol de hijo en El Rafa, una tira donde también actuaba con sus excitantes rulos Luisina Brando. Con ese apellido y dotes de femme fatal la chica se transformaría en una especie de diva de la televisión del país. Alberto de Mendoza la poseería, Alberto de Mendoza era un galán español que habitó la dictadura argentina haciendo películas magníficas, de taura, en su mayoría, de guapo, de viejo sabio y zorro, de infiel.
Alberto de Mendoza fue un tanguero en un barrio de Buenos Aires que andaba en camiseta maya tomando mate haciéndose mala sangre por sus amores perdidos. Las pelotudeces de ese entonces nos encantaban. Sin considerar pelotudeces a las novelas.
La población argentina amaba las telenovelas. Y a la hora de la telenovela la cosa se ponía tensa en el grupo familiar argentino. Se reía y lloraba, se participaba interviniendo los diálogos del guión establecido, actuado a veces con improvisación, los actores transmitían esa sensación de que todo podía ser verdad, y nosotros queriendo que lo fuera. En la improvisación, para nada estilística pero si efectiva, habrá de estar ese goce, esa sensación de interpelación al sujeto, al espectador, que lo lleva a entrometerse gritándole a la televisión, específicamente a uno de los actores, por tal o cual cosa. O los comentarios permanente de una tía que decía mirá ahora, mirá ahora, a ver lo que dice ella, porque él ya se lo dijo, y ella por estúpida y zonza lo va a perder para siempre ¡con lo buen mozo que es!
Luisina Brando asumiría sus riesgos por mostrar su ropa interior y dejar asomar sus tetas, vestir lencería negra, fumar sola en la ventana de su casa a la hora 22. La familia reunida en una mesa no diría nada, se haría la boluda y la imaginación de los espectadores, todos los argentinos y argentinas encontrarían su solaz velo de la realidad aumentada, en la pugna entre los que querían que Carlitos Calvo y Luisina Brando etc.
Chica guapísima, con la que muchos de mi generación se habrían masturbado siestas y noches. Para no nombrar el objeto masturbatorio de la revista Radiolandia, sus tapas de verano, con la chicas del momento enfundadas en bikinis, por ejemplo, las trillizas de oro. El amor de ese trío de hermanas con Julio Iglesias, también amado por todas la mujeres argentinas y respetado por todos los machos argentinos, porque veían en él al ganador máximo en yate con las tres hermanas de oro tomando tragos, y ellos, argentinos gordos y pajeros nacionales que ni te cuento.
Lo primero es la familia.
Escuché unas risotadas.
Se revelaban desde la pieza. Claudio y Daisy reían a carcajadas en confianza y a gusto como amigos, como novios, amantes. Yo a esa altura no quería me llamasen a la cama ¡parecía llegar el momento! Yo fumaba y fumaba, cuando de pronto, sentí albertoooo veníte con nosotros.
Quedé petrificado. No sabía si hacerme el distraído o el sordo, me había llamado Claudio y después escuché decirle a Daisy lo mismo, gritándome desde la pieza albertooooo veníte con nosotros, pero ella le agregaría un no seas tímido que no te va a pasar nada.
No tuve otra que acercarme a la habitación. Entrecerrada la puerta tomé impulso y la abrí, ¡no se veía nada! Tan solo un foquito rojo de telo viejo me ayudaría a darme cuenta de qué lado de la cama estaría Claudio y de cuál Daisy. Tal como me lo anticipó Claudio se fue al baño, y dijo fuerte, para que se escuchara. Voy al bañoooo. El baño estaba afuera de la habitación y Claudio, al salir de la pieza, cerró la puerta apretando el picaporte.
Desapareció por completo.
Vení ponete más cerca Alberto vení al lado mío me pediría Daisy bajo la penumbra del foquito rojo. Estábamos totalmente tapados por las colchas, yo duro en posición horizontal y vestido, sólo me había sacado las zapatillas. Había olor a pucho y a alcohol, olor a patas y a sexo. La pieza era una pocilga. La pieza de los padres de Claudio se había transformado en un maldito aguantadero.
Pero a Claudio eso no le importaría porque según escuché de su boca los padres y las hermanas no volverían a dormir esa noche, no sé bien por qué, no creo se quedaran en la casa del violinista donde habrían ido a cenar, o tal vez sí, eso nunca lo sabría ni tampoco lo preguntaría ya, a esta altura de los consumados acontecimientos.
Cuestión que Daisy toma de mi mano y la acerca a su pelvis por debajo de las colchas. Yo la dejé morir ahí. Más relajado amagué a moverla torpemente tiritando. Con un dedo jugueteé sobre su bombacha lo cual me produciría una excitación tremenda. Fui a lo seguro porque sentí a Daisy calentarse levemente, así, me fui sintiendo más hombre a medida de sus jadeos, a medida aumentaban sus gemidos. Y yo, con varios dedos de mi mano hurgueteando los pliegues de su nácar. Se me revelaría pulposo; y latiendo por el cariño de mis dedos húmedos entre su vellosidad excitante aumentaría su temperatura corporal.
Toda Daisy era una condesa sangrienta.
Se me paró como una llave francesa de las chicas. Entonces Daisy la agarró como se agarra una manguera desatada y empezó a mover hacia arriba y hacia abajo su mano, apretándome, por momentos aumentando la velocidad del lleve y traiga, poniéndome la punta de su uña en mi rayita para recolectar su néctar que luego llevaría a sus labios y a su lengua.
Me había olvidado del miedo y del julepe, de la sensación de inseguridad que tuve en el living mientras miraba por canal 9 Las tablas de Moisés, de los interrogantes en las largas caminatas con Claudio donde yo sin preguntar preguntaría cómo era esto de ponerla de vez en cuando. De tener sexo con una mujer, con una prostituta, con una amiga de mi amigo que patinaba por la San Juan.
Daisy empezó alocadamente a succionarme el miembro como un pájaro loco. Yo estaba como viento. Después me dijo métemela toda Alberto toda junta por favor. Yo hice lo que me dijo ¡fui muy obediente y le hice caso! Inyecté mi cosa dura en su selva negra y dale que dale hasta sentir haber dejado la vida adentro, toda mi adolescente vida adentro de Daisy en el momento de la crucifixión de Cristo, o cuando ya lo habían bajado de los maderos. Las cosas, todas las cosas de la vida, se darían en simultáneo.
Lo iban a detener igual sea como sea, y yo sabía, porque en él percibí su esencia maldita, la esencia del que necesita pasar el límite aún la condena de emprender el camino en solitario del sacrificio, de haberse dolido tanto así mismo. Emprendería su ruta con el tiempo y ahora que lo pienso fueron tan solo dos o tres años, o menos quizá, los que estuvimos juntos, porque nunca más lo vi ni supe de él por interpósitas personas, a punto de pensar si tal vez, no se habría tratado de un largo sueño mío, goteando, aceitando los circuitos del cerebro, activando la maquinita de la remembranza, haciendo los tajos inconscientes que toda añoranza dibuja.
Entonces en ese caso Claudio, al fin de cuentas, habría sido un ángel de la guarda ¡mí ángel de la guarda! o un maestro ¡mí maestro! o un peregrino profeta, o el fantasma del propio Dante conduciéndome por el purgatorio, mostrándome la arquitectura fantasmal de todo purgatorio, trasladándome bajo una educación sentimental denominada marginal, porque Claudio lo era. Y la ruta de todo marginal implicó, siempre, al aislamiento y al nomadismo.
Eran aquellas noches la ceguera del tiempo, opacas golondrinas y palomas sobre los postes, y horneros en los palos de la luz que por entonces eran de madera barnizada con aceite de motor de auto. La naturaleza todavía no llegaba a su máximo esplendor para ofrecernos la catástrofe de postre, tal vez por eso, el horizonte, ese anillo en el aire que domina el ánimo, y la pugna, que cuece lento en los órganos de nuestros desconocidos cuerpos. Por afuera nomás, debo haberle visto entonces, si es que vive ahora, el viejo Claudio, le diría.