Nos perdemos grandes momentos y oportunidades por estar mirando el celular. No hay esperanzas de cambiar; tal vez ya sea demasiado tarde y, en el fondo, tampoco queremos hacerlo. No soy especialista en dar consejos, pero si querés experimentar un "detox" tecnológico, adelante, pero después de leer esta columna.
Conectados y aturdidos, pero igual se siente lindo
No busco emocionar ni conmover con esta radiografía de la realidad que vivimos a diario, pero ¿se dan cuenta de lo desconectados que andamos libremente por la vida? Por suerte, hay una moda que dice que cuanto más despojados de tecnologías estemos, más cool nos vemos. Sin embargo, en este lado del mundo donde nos falta tanto y somos cada vez más pobres, para llegar a eso tenemos que pasar varios obstáculos.
Lo cierto es que somos "casi humanos" que, por estar tan conectados, ya no sabemos lo que pasa a nuestro alrededor. Porque la vida sigue, pero nosotros simplemente no la vemos.
Debo confesar que, en mi rutina de caminar, esta semana me pasó que cada vez que quise entrar a un local para hacer una compra la dueña estaba en la puerta, siempre mirando su celular. Y como jamás levantaba la mirada, no me atreví las dos veces que intenté acercarme a interrumpir su momento. Pensé entonces en cuánto perdemos por elegir estar sumergidos en la pantalla. Ella seguramente pierde ventas; aunque tal vez, como bien dice el dicho: "Ojos que no ven, corazón contento".
Qué tema el del celular, ¿no? Y no me refiero solo a los niños y adolescentes; ese será un tema aparte para que lo aborden los especialistas. Pobrecitos chiquitos, les damos el celu para que no molesten... Nos enorgullecemos de que saben poner los videos para bailar. Dejan de llorar automáticamente cuando les pasamos el celu; hay seguro una señal ahí, pero como no tengo niños de eso mejor no hablo. Por suerte, el ser más inocente que tengo cerca tiene cuatro patas y odia las pantallas. Un capo.
Pero es peligroso para nosotros, los adultos "responsables", no poder despegarnos de ese aparatito. Ni siquiera la advertencia más alarmante de la Organización Mundial de la Salud nos afecta. Nos alerta sobre los posibles riesgos de las radiofrecuencias y de todo lo que emana esa "cajita mágica", pero eso no nos hace pensar en decir "basta". Nos dormimos y nos sobresaltamos cuando el celular se nos cae de la mano o accidentalmente le damos like a un posteo horrible. Recién en esos casos lo dejamos en la mesita de luz o al lado de la cama, confiados en que las baterías que explotan nunca serán las nuestras.
Así de herméticos estamos. Cuando sentimos el cosquilleo de un brazo adormecido, no pensamos en un infarto; descansamos unos segundos... para luego seguir mirando ya con el teléfono en la otra mano.
¿Qué vemos cuando no vemos?
Caminamos como zombis pero felices porque al menos vamos sonriendo mientras miramos hacia abajo. Ya ni saludamos porque no vemos a nadie. Si hay un cartel con promociones o inauguró un lugar, la única forma de enterarnos es que nos aparezca como publicidad en las redes.
¿Quién no ha visto a agentes de tránsito en las esquinas mirando el celular mientras se cometen las peores infracciones a su alrededor? O a conductores contestando mensajes con el "móvil" apoyado en el volante. Genios de la destreza y al mismo tiempo de la torpeza; esos con los que nadie quiere cruzarse, jamás, en el camino.
Estar tan conectados todo el tiempo ha logrado que podamos soportar la espera en cualquier repartición pública o para ver a un médico. Con una silla cómoda y un sonido para llamarnos cuando nos toque el turno, listo: la felicidad es completa. Podemos estar horas esperando que nos atiendan para hacer un trámite que no lleva más de quince minutos.
Salir a comer y apenas acomodarnos en una mesa será suficiente para que cada integrante saque su celular. Es la imagen perfecta de la familia actual. ¿Qué problemas podemos tener? Ninguno; y así la convivencia puede ser amablemente eterna. Cada uno atiende su juego. No me digan que no es hermoso aprovechar ese momento en que la persona en cuestión está con el celular y hablarle para contarle lo que no te animas a decir. Como no te escucha, pero se siente culpable, dirá que sí a todo. Hermoso contrato: yo te lo dije y vos no escuchaste.
Conectados y aturdidos
El otro día intenté saludar a un vecino y hasta pensé que podía preguntarle cómo estaba. Solo una leve mueca con la cabeza fue suficiente para entender que nunca me escuchó porque iba con auriculares. ¿Era necesario? Ya nos cuesta mantener el equilibrio en esta vida "normal"; imaginen agregarle ruido. Pero no nos importa vernos ridículamente grandes y desorientados.
La gente camina hablando por videollamada por la calle sin importarle nada. Nadie apaga ni silencia el celular; podés estar en un congreso formal, en el cine o en el teatro a punto de disfrutar una obra o un concierto y escucharemos melodías disparatadas sonando en un "in crescendo" hasta que encontremos el teléfono y podamos apagarlo, tarde, porque ya seguro desconcentramos y se rompió el clima del lugar.
Una charla no resiste quince minutos sin que alguien diga: "Buscá en Google dónde está tal lugar o qué significa tal cosa". Y una vez que abrimos esa puerta no hay vuelta atrás.
Somos rehenes de un aparatito que cada vez nos da más cosas; libera serotonina, dicen los neurólogos; eso nos da placer y felicidad por poco tiempo, pero nos da. En el día somos víctimas entre tres o cuatro veces de chequear si tenemos el celular; son microsegundos donde las palpitaciones aumentan y todo vuelve a su lugar una vez que lo palpamos y sabemos que está con nosotros.
No salimos a ningún lado sin él; es nuestro compañero fiel, nuestro amigo que nos entiende y nos divierte. Nos da todo lo que necesitamos. No pide que miremos a los ojos, prestemos atención o demos una respuesta. No nos invade ni nos incomoda.
Simplemente nos desconecta del mundo, de las personas, de vos, de mí, de todos.
¿Qué puede salir mal?
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