En el país de Jorge Luis Borges la lectura está en estado crítico porque la alfabetización ha perdido hace años el rumbo.
Borges, el mejor lector, era ciego pero no tonto
"Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído."
Jorge Luis Borges, "Un lector"
En 1971 el director de la Biblioteca Nacional fue denunciado por un empleado de robar libros. Era parte de una operación política para provocar su renuncia. Dos años después, volvió el peronismo al poder y lo conminaron a jubilarse. Renunció el 8 de octubre y el 11, en tiempo récord, se hizo efectivo el trámite. Los anales lo registran como la acción de un gobierno justicialista más rápida en toda la historia. La eficiencia y la celeridad, ya se ha dicho, no suelen ser pasiones populistas.
Alarmado por los antecedentes del sumario administrativo, el director convocó a un escribano y elaboró una lista minuciosa de las obras de su propiedad que iban a ser retiradas de su despacho. Además, una cantidad indeterminada de volúmenes fue donada por él para la biblioteca. Algunos, unos pocos, fueron sellados con el nombre del donante y catalogados. El resto se empaquetaron y guardaron.
En 1992 se inauguró el nuevo de edificio de la Biblioteca Nacional y se abrieron aquellos paquetes. A pesar del valor de lo que contenían fueron sucediéndose las gestiones sin que se les diera un destino definitivo. En 2004, se juntaron los libros desempaquetados con los que habían sido mandados a las colecciones generales y comenzó un apasionante trabajo de rastreo. Estuvo a cargo de Laura Rosato y Germán Álvarez, empleados del Tesoro y del Archivo Institucional de la biblioteca de todos los argentinos. Y lograron una proeza. Encontraron el hilo de Ariadna que Jorge Luis Borges les había dejado y rescataron cientos de ejemplares perdidos en los anaqueles que elevaron la colección borgeana a mil títulos.
Ver: Para que no te mate el Minotauro agarrate del hilo
Aprendizaje de la historia: mirar las apariencias con cuidado. Borges no sólo no se había robado nada de la biblioteca sino que había dejado un legado que hoy tiene un valor incalculable. Son mil libros con notas, marcas, dedicatorias, reflexiones que permiten bucear en los gustos, las ideas y las valoraciones de uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Se descubrió que Borges había desperdigado en secreto una buena parte de su biblioteca personal en los casi infinitos anaqueles del edificio de la calle México 564 en el barrio porteño de San Telmo.
En 2016, siendo director de la Biblioteca Nacional, Alberto Manguel organizó una muestra de manuscritos borgeanos. Allí pudimos ver joyas: las hojitas donde fueron escritas a mano obras maestras. Fueron exhibidos "Las ruinas circulares", "El acercamiento de Almotásim", "Examen de la obra de Herbert Quain", "Emma Zunz" y "Tema del traidor y del héroe", entre otros. Algo incrementaba el interés de las vitrinas de la exposición. Allí estaban los textos garabateados a mano con la letra microscópica del miope, pero se complementaban con los números de la revista "Sur" dirigida por Victoria Ocampo donde aparecieron por primera vez esos mismos escritos con correcciones de puño y letra del autor. Entre otros legados, Borges dejó, como un tesoro oculto, su modo de corregir, de trabajar el texto para llegar a la versión final. La cocina de su hacer literario.
Entre los manuscritos expuestos había uno de especial interés: "Pierre Menard, autor del Quijote". Sobre ese texto el periodista y crítico de La Nación Pablo Gianera escribió: "es posiblemente el ‘escrito' (no digamos nada sobre el género, cuento o ensayo, o cuento bajo la forma de un ensayo, o al revés) más complejo de la literatura del siglo XX. No hay aquí ninguna exageración nacionalista. Sencillamente, en esas pocas páginas que aparecieron por primera vez en el número 56 de la revista Sur se condensan todos los problemas que atarearon durante décadas a los críticos: la originalidad, las atribuciones, la autoridad del autor, el modo en que la historia modifica lo que leemos aunque lo que leamos sea lo mismo." A esta impecable definición, quizás valga agregar que es uno de los textos más influyentes de la literatura de todos los tiempos porque introduce una tesis inquietante. Hoy es una verdad de Perogrullo pero en 1939 era una originalidad que posiblemente muy pocos podían percibir: más crucial que el autor y el texto es el lector. Porque el lector "reescribe" el texto cuando lo lee, dándole la inmersión en la historia que nos advierte Gianera. Además porque cada nueva lectura "recrea" el texto y modifica al lector al tiempo que éste está "reescribiéndolo" con su lectura. Esta idea, hoy vulgarizada hasta el hartazgo, era novísima cuando se publicó el "Pierre Menard".
Borges había tenido en la Nochebuena de 1938 un accidente por el que casi muere a raíz de una septicemia. Debió ser operado de la cabeza. Decidió entonces probar si sus facultades mentales estaban en orden y escribió el que él consideró su primer cuento. Emir Rodríguez Monegal valora el texto: "La conclusión a la que llega al final -que leer es más importante que escribir porque toda lectura reescribe el texto- fue desarrollada por Gerard Genette en 1964 y se ha convertido en una de las aserciones básicas de la nueva crítica". Veinticinco años antes Borges había descubierto con su creación lo que la crítica internacional más sofisticada iluminaría un cuarto de siglo después.
Ver: Sarmiento, ese viejo chorro por el cargo de la casta
En el país de Jorge Luis Borges la lectura está en estado crítico porque la alfabetización ha perdido hace años el rumbo. Periódicamente todos ponemos los ojos en blanco porque las evaluaciones indican que los chicos no aprenden a leer y por lo tanto no entienden textos ni los pueden producir. Esto tiene un correlato vital, que ha advertido con maestría Pedro Luis Barcia: tampoco se enseña la comunicación oral en las escuelas. Por eso es deficiente. La situación terminal de la alfabetización no es casual. Es una construcción de más de treinta años de caminos equivocados y ocultamientos. Para no sobreabundar en lo que sucede en la educación primaria y secundaria, vale la pena refrescar una evaluación que habla del estado general de la cuestión.
En 2017 el Ministerio de Educación de la Nación desarrolló el imprescindible operativo "Enseñar" donde se evaluó la compresión lectora de los alumnos de cuarto año de los profesorados del país. El resultado fue desalentador: 40% no tenían la comprensión lectora adecuada. Es decir que 4 de cada 10 futuros docentes no comprendían correctamente lo leído. Hoy todos ellos están dando clases y muchos ya lo estaban haciendo en aquel momento. Los evaluados, para que se comprenda bien, habían pasado por los 12 años obligatorios de la educación primaria y secundaria y cuatro años de educación superior. ¿Quién se hace cargo de que no comprendieran lo leído después de ese recorrido en el país del autor de "Pierre Menard, autor del Quijote", que además fue vanguardia en el continente en alfabetización? Nadie, y además se lo oculta. Ha llegado el momento de dejar de hacerlo y poner manos a la obra. Pero eso no se puede hacer con declamaciones sino que hay que explicitar un diagnóstico certero y actuar en consecuencia en todo el país. Mendoza lo hizo a partir de 2016 con resultados positivos crecientes comprobados por evaluadores externos y algunas provincias se han ido sumando, a veces casi en secreto porque para hacerlo hay que ir contra el sentido común instalado y ser políticamente incorrectos.
Primer punto a clarificar. Hubo hace años la decisión política de abandonar las experiencias de lo que se conoce como la conciencia fonológica, que es ni más ni menos que enseñar a leer explícitamente y con método para luego evaluar y ajustar los aprendizajes de quienes no avanzan bien. Hace años, por esas tendencias mezcla de moda intelectual y borrachera ideológica, se concluyó que no era imprescindible enseñar explícitamente. El cóctel mortal se acompañó con la instalación de que no era necesario esforzarse, insistir, memorizar, practicar, evaluar. Y hacerlo todo junto, no cada cosa como un fin en sí mismo, sino como ingredientes de una torta sabrosa: el aprendizaje. Los defensores de la denominada psicogénesis impusieron sordamente muchas veces y con rigor cuando fue necesario, que los chicos iban a aprender solos, inmersos en un mundo cultural de estímulos difusos y lecturas. No sucedió y acá estamos. Los que se solazan con esas posiciones por eso se oponen a evaluar. No quieren verse al espejo. Embriagados con palabras y posiciones progres creen que es suficiente con lo que hacen, aunque muchos no aprendan. No vaya a ser que si todos aprenden a leer en primer grado, como sería posible y deseable, se rebelen a tanta impostura intelectual y política. Por eso, frente al fracaso de la enseñanza de la lectura que impusieron, encontraron atajos para ocultarlo: como la creación de la "unidad pedagógica". Y les dijeron a los padres, "no los vamos a corregir, ya van a aprender, no sean impacientes, cada uno tiene su ritmo". Todo detrás de una retórica infame y falsa de "ciudadanía" y presunta "democratización". ¿Es democrático y ciudadano no aprender?
Lo cierto es que más allá de las alarmas que aparecen tras la publicación de cada informe que muestra en público lo que todos sabemos no hay un plan concreto para salir de este hueco. Las herramientas están y los especialistas para conducir el proceso también. Falta la decisión política. Porque sin dar este paso ninguno de los otros es posible. Se requiere de un programa sólido técnicamente, de capacidad política para ejecutarlo y de la inversión para hacerlo posible. ¿Cómo resolver un problema de matemática sin entender su formulación? ¿Cómo introducir a los estudiantes en las complejidades de la ciencia si no pueden leer un texto más o menos complejo? Para avanzar en ese primer peldaño hay que hacer cambios severos y para eso se necesita el máximo compromiso desde la presidencia de la Nación hacia abajo. Después, con ese liderazgo, es una tarea colectiva y requiere de una épica donde los docentes son los principales protagonistas. Las familias también deben ayudar para volver a poner en el centro del desafío a quien nunca debió perderlo: el alumno, el que aprende. Y para eso hay que enseñarle, algo que se dejó de hacer en nombre de ilusorias revoluciones. Habría que exigirles a los candidatos a presidir el país que además de explicitar sus planes económicos dijeran cómo harán para que muchos chicos argentinos dejen de estar condenados a la ignorancia que produce no comprender textos. Hoy tan injustificable como la pobreza a la que los ha sumido la fiesta populista en la economía. El problema de la Argentina es estructural, no se resuelve fácil, ni con frases altisonantes, sino con política. Si no aparece, el país seguirá naufragando. ¿Qué tal si en vez de seguir con las teorías pogres tomamos el ejemplo superior de Borges que cada vez que quiso saber algo hizo el esfuerzo de estudiarlo y aprenderlo? Porque era ciego, pero no tonto.
El manuscrito de Pierre Menard adentro