Ya casi un cuarto de siglo sin uno de los novelistas nacionales más populares, quien supo radiografiar como pocos los vericuetos de la argentinidad.
Veinticuatro años sin Osvaldo Soriano
Aunque el mismo Osvaldo Soriano lo hubiera reprobado, voy a tomarme la licencia de escribir de él en primera persona. No soy un crítico literario; fui apenas un verdadero fan y hoy, más grande, un buen admirador suyo. Él fue mi primer amor en la literatura.
Su novela "Triste, solitario y final", fue la primera que leí a los 14 años. Quedé fascinado con las aventuras de Soriano (hacía de sí mismo en la obra) y el detective Phillipe Marlowe en Los Ángeles sin sospechar quién era Marlowe, ni quien era su hacedor, Raymond Chandler.
Después de esa experiencia, compré todos los libros que sacaba el por entonces best seller (solamente Triste... vendió un millón de ejemplares) y mi relación con su obra se volvió intensa. Con Soriano -gracias a Soriano- conocí a muchos autores que él mencionaba en las entrevistas, como sus maestros. De ese modo, accedí a escritos de Cèline, Heminguay, Carver, Bukowski, Auster, Hammet, Ellroy y -obviamente- a Chandler. Soriano era un escritor que le abría las puertas a sus fans: "Si te agrada lo mío, debes conocer a estos autores", parecía decir cada vez que mencionaba sus influencias.
Con el paso de los años, y mientras Soriano estaba vivo, debo confesar que lo abandoné. Compraba sus libros pero demoraba en leerlos. Tal vez empujado por esa noción insegura de la evolución, de que el autor que leímos a temprana edad debe ser dejado de lado por otros 'superiores' que leemos más de grandes. Por esa época me había entregado a la lectura de otros escritores (casi todos los recomendados por Soriano) y era, en cierto modo dejar al primer amor en busca de otros amores, más excitantes, más desconocidos.
Osvaldo Soriano vivió siempre con un gran resentimiento para con los académicos argentinos que lo criticaban -en el mejor de los casos- y que lo ninguneaban en la escena literaria nacional. Se quejaba porque muchos de esos críticos "nunca escribían nada más que en sus salidas esporádicas en los suplementos culturales de los diarios".
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La única vez que estuve con él, en 1987, no me pareció un escritor. Hablaba de fútbol (era confeso fanático de San Lorenzo) y de Mendoza que en esa época tenía a Deportivo Maipú como único representante local del fútbol nacional. "Fue como hablar con el verdulero de mi barrio", me fui pensando.
"El Gordo", como le decían, pretendía -si bien nunca lo dijo públicamente, siempre lo insinuaba- estar en la posición de Bioy Casares, de Sábato y hasta de su amigo personal Julio Cortázar, pero murió sin llegar a ese pedestal. Al día de hoy, en los más de los planes de estudio de las carreras de Letras y Literatura de la Argentina, su nombre no aparece.
La crítica más usual no era que escribía mal (como decían de Roberto Arlt), sino que "escribía fácil". Y que provenía del periodismo de trinchera. También algo debe haber ayudado su aspecto desaliñado, su escasa instrucción (no terminó la secundaria) y sus rutinas extrañas como la de escribir solo de noche, acostarse a las seis de la mañana y despertarse a las seis de la tarde.
Cuando murió, hace 24 años, Mauricio Llaver un compañero de trabajo de entonces y ávido lector de todo por más que lo suyo es la economía, me regaló una suerte de póster que no era otra cosa que una gigantografía de la tapa de la edición del 30 de enero de 1997 de Página 12. "Solos" titulaba el diario y un dibujo de Soriano de espaldas, caminando al lado de un gato negro, era todo lo que se informaba. Ese póster se hizo cuadro y formó parte de la decoración de paredes de todas las casas en las que he vivido.
Cada tanto echo mano a algunos de sus libros -son fáciles de detectar en la biblioteca porque se trata de los más ajados- pero nunca me canso de leer el comienzo de "Triste, solitario y final".
Que dice: "Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento sea fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras distintas las que miran la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan Laurel tienen el color de la bruma; los de Charles Chaplin, el del fuego...".