Una reflexión sobre los estilos de crianza de nuestros tiempos,
los padres quieren lo mejor para sus hijos, es sano y entendible. Sin embargo, el deseo de brindarlo todo, termina muchas veces en una sobreprotección que lleva a la irresponsabilidad y a la tiranía filial.
Mi hijo no tiene la culpa
Imaginemos la siguiente escena: un padre increpa a un profesor de Biología porque su hijo de 15 años desaprobó y se llevó la materia a marzo. Demanda, sin ningún atisbo de vergüenza, un recuperatorio extra. Cuando el docente dice que no va a dar otra oportunidad porque no corresponde, el padre se enoja y la discusión termina en violencia física contra el profesor. A pesar de que fue el alumno el que no estudió para el examen y que las reglas escolares permiten cierta cantidad de oportunidades, la culpa termina siendo del docente por no aprobarlo.
Veamos esta otra: Un grupo de jovencitas atormenta a una compañera de manera constante en el aula y en el recreo. Los intentos del colegio y de diferentes profesionales para lograr una reconciliación han sido infructuosos. ¿La razón? Los padres de las alumnas acusadas de maltrato se niegan siquiera a contemplar la idea de que sus hijas estén haciendo nada malo. Es más, han llegado incluso a insinuar que son cosas de niñas, que la alumna maltratada debería aprender a defenderse y que quizás hasta se lo ha buscado. Después de todo siempre fue algo rara. Resultado: la joven maltratada se va de la escuela.
¿Y qué tal esta escena?: Los padres de un hombre de 26 años están angustiados porque su hijo ni trabaja ni estudia. Ha dejado varias carreras universitarias con la excusa de que los programas son mediocres y que él está para algo mejor. En los empleos ha sucedido lo mismo y son siempre culpables sus superiores, que lo tratan mal. A pesar de todo, los padres le siguen dando dinero para sus antojos. Quisieran que saliera adelante, pero no se animan a cortarle los víveres. "No podemos abandonarlo a su suerte" dicen.
¿Qué tienen en común todos estos escenarios? En todos ellos son otras personas las responsables de los problemas que tienen los hijos de los protagonistas. Los docentes que no lo aprueban, la compañera que "se deja" maltratar, los programas universitarios mediocres o los jefes incomprensivos. Todos están en falta, menos sus hijos. Por supuesto, estos casos no son los más representativos. Por suerte, la mayoría de los padres enseñan a sus hijos a hacerse cargo de lo que les corresponde. No obstante, puedo ocurrir que, en el afán de cuidar, seamos ciegos a lo injustos e incoherentes que podemos ser.
Es natural querer proteger a nuestra prole de los problemas más duros de la vida, sobre todo cuando son niños o adolescentes. Muchos padres piensan que sus hijos son personas inherentemente buenas y por lo tanto inocentes. Después de todo, ellos los han criado con mucho amor y les han brindado todo. Por ello, las cosas que hacen mal, las hacen sin intención de hacer daño. Sin embargo, enseñarles a nuestros hijos que ellos nunca tienen nada que ver con lo que les ocurre y que son los demás los que deben dar explicaciones, puede tener consecuencias a largo plazo en su desarrollo como seres humanos, impidiendo que maduren y que se hagan responsables por las cosas que dicen o hacen.
La razón por la que esto ocurre radica en el significado que le damos a la paternidad hoy en día. Lo que define las buenas prácticas parentales ha ido cambiando con el tiempo. Esto es una suerte, ya que muchas generaciones anteriores de padres alienaron a sus hijos con excesivo autoritarismo y exigencia. Los padres de antes, en general, eran considerados figuras dignas de un respeto que, en algunas épocas y culturas, rayaba en la veneración y además se los debía obedecer incluso cuando se era ya adulto. Muchas veces, el primer atisbo de una vida independiente llegaba una vez que las figuras parentales ya no estaban. En el mundo occidental este estilo autoritario ha disminuido de manera drástica. El cambio aconteció, principalmente, por los muchos sufrimientos que pudo haber causado esta manera de criar. Fueron los Baby Boomers (aquellos nacidos entre 1946 y 1966) quienes empezaron a eliminar las distancias formales entre padres e hijos y comenzó a existir un acercamiento más cariñoso y un trato más equitativo. Además, la prosperidad posterior a la Segunda Guerra Mundial, junto con el advenimiento de movimientos sociales liberadores cambió la concepción que se tenía de crianza. Paulatinamente, se incorporaron al relato de educación familiar valores tales como el respeto a la individualidad de los hijos y el valor de alcanzar sueños y metas. Ya no era necesario seguir los pasos de los padres y repetir una y otra vez los patrones de conducta esperables. Los hijos comenzaron a tener derecho a ser distintos, a ser quienes quisieran ser. Las nuevas generaciones valoran el compañerismo y la complicidad entre los miembros de la familia. Los hijos están mucho más incluidos en los planes familiares y se les brindan espacios de diálogo, tan necesarios para un desarrollo humano pleno. Pero esta manera de criar, aún con todas sus bondades, puede tener su lado más oscuro.
Debido a las diferentes razones sociopolíticas, históricas y personales que hemos mencionado se ha instaurado en nuestra cultura la idea que la autoridad es un concepto negativo. Esgrimir autoridad es sinónimo de esgrimir autoritarismo, lo que lleva a mucho desconcierto. El respeto que se pretende tener por los chicos se ha tergiversado y se comienza a creer que, si se los limita, se los daña, se los priva de sus sueños o que incluso se los trauma. Esto puede llevar a una lucha ciega por los que consideramos derechos y libertades de los que amamos sin darnos cuenta que no los estamos ayudando. La libertad individual y el respeto por los derechos es el gran logro de nuestras sociedades, pero por momentos, parecemos habernos olvidado que la libertad y los derechos también les pertenecen a otros y que nuestra libertad termina donde comienza la de otra persona.
En la actualidad, en muchos casos, el amor parental se ha transformado en sinónimo de no limitar. Cualquier objeción es coartar la libertad y coartar la libertad es sinónimo de falta de amor. Esto fomenta la creencia que los pequeños y jóvenes de la familia tienen que tener todas las oportunidades que la generación anterior no tuvo y, es más, hay que resguardarlos de cualquier suceso desagradable, cueste lo que cueste. Muchos padres no creen estas cosas por generación espontánea: La cultura refuerza estas ideas a través de los medios, los productos que vende y las leyes que promulga. En una cultura donde perseguimos la felicidad como fin y donde la libertad parece no tener límites razonables, es muy difícil decidir frustrar a un hijo, ser el malo de la película con un "No" o con un "Basta". Esto da lugar a que se malinterprete el rol de los padres y que estos estén cada vez más cansados y confundidos. En vez de cuidar y criar (sin por eso dejar de amar), ser padres se convierte en sinónimo de dar todo lo posible y muchas veces terminan siendo sirvientes de sus propios hijos.
La obsesión de nuestra sociedad (y por ende de muchos padres) con la felicidad de los jóvenes puede transformar a los hijos en tiranos. Sin importar la edad que tengan, se les hace creer que tienen casi todos los derechos, muy pocos deberes y que siempre, sin importar lo que hagan, se los cuidará. La consecuencia de esto es un subgrupo de adultos jóvenes cada vez más infantiles, caprichosos y poco fiables.
Suelen ser personas que tienen problemas interpersonales y dificultades en la escuela y el trabajo o bien por su falta de compromiso o por su naturaleza demandante. Por supuesto, no todo tiempo pasado fue mejor. Ya se ha aclarado que algunas costumbres de crianza de épocas anteriores no eran para nada saludables y ciertamente es mejor que hayan quedado en el olvido.
No se plantea una vuelta total al pasado, simplemente se plantea revisar algunas creencias educativas actuales, entendiendo que, como padres, no corresponde hacer siempre felices a los hijos. Los padres no pueden de ningún modo, asegurar la felicidad absoluta de su progenie, por más buenas intenciones que tengan. Protegerlos a ciegas de todo, infantilizarlos al punto de que no sepan responder por si mismos es también poco saludable y disfuncional. Se los puede amar y respetar mucho sin dejar de prepararlos para la vida, que no siempre es justa y no siempre trae consigo buenas nuevas.
Un modo de enseñar a los hijos a hacerse responsables de sus propios actos es ayudarles a reconocer qué cosas dependen de ellos y qué cosas no, para que tengan una concepción sana de la responsabilidad. Por ejemplo, aprobar una materia no siempre dependerá del empeño que se ponga. Los nervios, la confianza en uno mismo en ese momento e incluso la suerte pueden interferir. Sin embargo, hay factores que sí están bajo su control. Tener la carpeta, tomar apuntes, comprar las fotocopias e ir haciendo los trabajos prácticos si es parte de su responsabilidad. No pueden culpar a nadie si deciden no hacer nada. Lo mismo vale para quienes maltratan a un compañero: deben hacerse responsables de eso, independientemente de la excusa que tengan para hacerlo. Si no entrenan para el deporte que tanto insistieron para hacer, si hacen trampa en un juego con amigos o si cometen un delito deben hacerse responsables.
Hay que tener en claro que hacerse responsable de algo no es lo mismo que ser culpable. La culpa se centra en el pasado y en el castigo. La responsabilidad, en cambio, se centra en el presente y en el futuro y su objetivo es reparar. La responsabilidad es literalmente la capacidad que tenemos para dar respuesta y nos lleva al aprendizaje y al cambio mientras que la culpa nos lleva a sentir vergüenza y nos paraliza frente a los problemas.
En la relación entre padres e hijos, mucho ha mejorado de una generación a otra y debemos alegrarnos de los cambios ocurridos para bien. No obstante, con lo bueno viene lo malo y tenemos que saber reconocerlo como sociedad, sobre todo, para que no paguen las generaciones futuras. Siempre, por suerte, estamos a tiempo de repensar y revertir.
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