Miguel es un lustrabotas lleva 30 años en el oficio. Recorre la zona de tribunales. Y está feliz porque sus dos hijos mayores ya son universitarios.
Millones de zapatos lustrados para mandar a sus hijos a la universidad
Desde hace once años, todas las mañanas, a eso de las 9 y media, Miguel Serrano (42), pide su desayuno en el bar Valentín, uno de los tantos que rodea a la zona de tribunales, sobre calle Pedro Molina. A esa hora se instala buena parte de esa fauna judicial de abogados y magistrados que parecen vestidos en serie. De la vestimenta de los presentes, la que más le interesa a Miguel es el calzado: el hombre es lustrabotas desde hace treinta años y últimamente se lo ve más feliz de lo habitual -aunque siempre está sonriente-; ya tiene dos de sus hijos que cursan carreras universitarias.
La vida de Miguel nunca fue sencilla pero no es de esos que se quejan: "A los diez años, a mi padre le pidieron que abandonara una finca de Guaymallén donde vivíamos con mi familia y todos tuvimos que ponernos a trabajar; mis hermanos y yo. Había que buscar un sitio para vivir".
De niño comenzó a lustrar zapatos en la feria de Guaymallén junto con sus hermanos en el despertar de la crisis alfonsinista. Previamente, había abandonado la escuela primaria. "Después de lustrar me volvía caminando con mi hermano por el carril Godoy Cruz y nos ofrecíamos para limpiar las veredas de los vecinos: pero las más de la veces nos daban algo de plata sin que limpiáramos".
A un costado, sobre el piso, descansa su herramienta de trabajo: una caja de lustrar que tiene pinta de haber sido sacada de un museo por más que está en perfectas condiciones. "Debe tener cincuenta años me la regaló Roberto otro viejo lustrador que se retiró. La tuve que hacer más liviana para cargarla", y la hace colgar del dedo índice.
La aclaración tiene que ver con que Miguel no es de los que se sientan en una esquina a esperar sentado a que los clientes posen uno de sus zapatos sobre la caja, sino que él serpentea por entre las mesas de los bares de calle Pedro Molina y ofrece sus servicios en modo a pedido. "Voy al pie, literalmente", dice.
Después de abandonar la feria de Guaymallén, Miguel recorrió una buena cantidad de años la avenida Las Heras con el cajón a cuestas. "Luego nos fuimos a la calle Sarmiento, pero antes de que se hiciera peatonal".
Cambio
Hacia 1995, el lustrabotas se anotó en el Plan "Proyecto joven" del menemismo, donde se capacitaba, desde el Estado, a jóvenes para que se incorporaran a distintos oficios. "Me metí al de oficial de albañil -cuenta orgulloso- hice un año y medio de teórico y empecé en la construcción".
Pero un problema con el nervio ciático hizo que parara por un tiempo. Luego volvió a trabajar entre los andamios pero el nervio ciático lo hizo de nuevo y tuvo que abandonar la construcción para siempre. "Yo estaba feliz allí".
El cajón de lustrar zapatos otra vez lo esperaba
En 1999 y 2001 nacieron sus primeros hijos, luego vino la nena y por último un varón que hoy tiene cinco años. Todos fueron escolarizados y los dos primeros son estudiantes universitarios, algo que llena de orgullo a Miguel y de cierta admiración a los magistrados y abogados que escuchan su historia mientras sus zapatos son lustrados.
"En verdad todo el mérito es de mi mujer: ella se encargó todo el tiempo de llevarlos a la escuela, al médico, de cuidarlos. Yo aportaba con llevar algo de dinero para la comida", cuenta sin poder ocultar el orgullo que le provoca hablar de su esposa.
Previo a esto, Miguel ya había terminado sus estudios primarios después de asistir a un CEBJA de Guaymallén, mientras que hace dos años -cuando cumplió los cuarenta- terminó la secundaria en un CENS también de Guaymallén, donde durante un tiempo hizo las veces de celador.
Por eso Miguel tiene estudios secundarios y supone que sus hijos van a ser universitarios. "Vivimos en un barrio denostado como el Lihué, donde todo es más difícil, porque por ejemplo no pasan muchos micros y cuando la gente sabe que sos de ahí, un poco te discrimina".
Los hijos universitarios del lustrabotas estudian ingeniería industrial el de 21 años y analista de sistemas el de 20, ambos en la UNCuyo. Vuelve a insistir en que "la grosa es mi mujer, siempre los lleva de la mano a todos" (se vuelve a emocionar). "Alguna vez quisieron trabajar conmigo pero siempre nos las rebuscamos para que solo se dedicaran a estudiar. Debo llevar millones de zapatos lustrados en mi vida; pero si el precio es ayudar a que mis hijos, estén bien, voy a lustrar millones más".
Como se trata de un tipo simpático, todos lo saludan en esas cuadras pobladas de la fauna tribunalicia; las mozas y los mozos de los distintos bares también son afectuosos con él. Está a la vista que el hombre cosecha su siembra.
Cuenta que ahora viene a trabajar en colectivo porque le dio su motito a uno de sus hijos que tiene que viajar hasta la UNCuyo; "así está más cómodo". Al cajón lo deja en un quiosco de revistas sobre Pedro Molina entre Patricias y España, y cada mañana el quiosquero se lo pasa.
Hacia el mediodía se traslada a los pasillos de los tribunales federales y de provincia, la Municipalidad de Capital y hasta Casa de Gobierno, para terminar de cerrar el día.
Pero ya van a ser las diez de la mañana y es hora de comenzar con la ronda por las mesas con el cajón y el banquito a cuestas: "Noventa pesos sale la lustrada y en promedio, entre las 9 y media y las dos de la tarde, me puedo llevar unos mil doscientos pesos por día", dice mientras desaparece por entre las mesas con su ropa azul de fajina que lo distingue perfectamente de la indumentaria de sus clientes.