Comenzó el segundo mandato de Trump en Argentina. Algunas claves para entender que se trae entre manos el Presidente más poderoso del mundo.
La nueva era Trump: con quién baila y a quién hará bailar
El futuro llegó hace rato. En 2016 el triunfo de Trump fue una distopía. Esta nueva gestión parece ser la ceremonia inaugural de un nuevo órden mundial en manos de la derecha radical. Sabe hablarle a su electorado. No por nada la banda de sonido de su campaña son los Village People y su mítica YMCA, una oda al varón blanco conservador que despunta una heterosexualidad curiosa en los rincones del clóset. En su nuevo mandato, Trump no es un desvío: es el guión. Su regreso no solo reafirma una ideología; la perfecciona, la convierte en maquinaria.
En esta nueva era, las big tech no son meros testigos: son socios. Silicon Valley, alguna vez emblema de innovación y progreso, se ha convertido en un engranaje clave de un sistema que ya no busca "no ser malvado", sino ser útil. Los rostros detrás de las grandes plataformas digitales comparten ahora la mesa con quienes diseñan políticas que moldean el mundo, no desde la diplomacia, sino desde las transacciones. Es la lógica del capital en su forma más pura: unificar poderes, borrar fronteras entre lo público y lo privado, vestir la economía con la bandera de la inevitabilidad. Si quedan dudas, basta con mirar el lugar que ocuparon en la ceremonia Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Tim Cook y Sundar Pichai. Mejor ubicados que el propio gabinete.
Trump lo entiende. En su discurso inaugural, entre promesas de grandeza y advertencias apocalípticas, sus palabras resonaron como un credo: el progreso no es neutral. Dejó claro que la tecnología, el comercio y las fronteras no son más que campos de batalla donde se libra una guerra cultural. Y en esta guerra, todo está permitido, desde desmontar regulaciones sobre inteligencia artificial hasta erigir muros invisibles que controlan el flujo de información. Para dar cuenta de ello, TikTok tiene los días contados. La gigante red social china está por ser bloqueada por resolución del máximo tribunal norteamericano.
Mientras tanto, en las sombras de esta narrativa triunfalista, el planeta arde. La línea discursiva del 2016 ha cambiado. En ese momento su triunfo electoral parecía un chiste que quedó, entonces aún había terreno para jugar a los berretines. Ahora debe ser más obsecuente con la realidad. Ahora, no niega el cambio climático pero hace algo peor: lo reconoce para negarlo. Aceptar su realidad, pero negarle su urgencia. Porque hacerlo implicaría desafiar intereses representados por los que estaban "sentados a la derecha del Padre", en la ceremonia de asunción: los titánicos CEOs. Así, el clima no es una prioridad, sino una herramienta más para dividir, polarizar, fortalecer su base.
Y luego están las personas, esas que cruzan fronteras en busca de algo que, en su mundo, siempre está del otro lado. Trump las reduce a números, las transforma en villanos en un relato donde él es el salvador. Habla de crisis migratorias como quien describe una tormenta, pero omite decir que las nubes las crea él. Deportaciones, criminalización, retórica incendiaria: todo se construye para un público que pide seguridad a cualquier precio.
Y sin embargo, quizás el golpe más certero de su estrategia no está en las leyes ni en las órdenes ejecutivas. Está en cómo reconfigura las ideas. El género, por ejemplo, no es para él un tema secundario, sino una trinchera. Las luchas feministas y transfeministas son ridiculizadas, pero no ignoradas: son instrumentalizadas. El cuerpo, la identidad, el amor: todo es territorio de disputa, todo puede usarse como arma en la batalla por la moral.
Hay algo profundamente teatral en esta era de Trump, un simulacro constante. Sus aliados -CEOs, políticos, tecnócratas- se presentan como radicales, como agentes de cambio, pero bajo el maquillaje, su obediencia es absoluta. Obediencia al capital. Lo disfrazan de transgresión, de rebeldía, pero no hay nada más conformista que un imperio que finge no serlo.