Un viaje a la Sala Azul del Cine Universidad

Y, como todo viaje, la experiencia fue personal. Esa sala y la película proyectada hicieron que esta columna se convirtiera en el cierre de un momento que, en medio de la historia, dio un giro inesperado y me llevó a no hablar de la película.

Un viaje a la Sala Azul del Cine Universidad

Por:Laura Romboli

 El Cine Universidad cuenta con dos salas disponibles para ver películas. La Sala Azul, con capacidad para 50 personas, es la más pequeña de las dos.

Es un buen lugar para disfrutar sin tanto ruido ni el olor a pochoclos. El público se identifica facilmente: estudiantes universitarios, profesores y, por supuesto, cinéfilos que disfrutan de tomar un café antes de entrar a la sala. Enclavada en una esquina del lugar, la fila que se va formando hace creer que hay más gente esperando de la que realmente puede entrar. Pero, una vez ubicados, nos damos cuenta de que la película en cuestión se acomoda a la cantidad de gente que llena la sala.

Minutos antes de empezar, como en todas las funciones, Laureano Manson se encarga de referir sobre lo que vamos a ver. Con la seguridad de que su información será útil, sus presentaciones siempre nos aportan los datos necesarios para entender el film elegido. Es muy acertado contar con tan buena prestación, que la gente agradece infinitamente.

Y ahí vamos. A pesar de ser una sala que cuenta con tecnología de última generación, como lo describe la página del Cine Universidad, vemos cómo asoma -un poco- el trabajador que tiene la tarea de darle play a la filmación, rompiendo la cuarta pared involuntariamente, como pidiendo disculpas por la pequeña intromisión. Una vez que el hombre se sienta frente a la computadora, las luces se apagan y sabemos que la función va a comenzar.

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La película que tocó ver ese domingo por la noche era de producción mendocina y con señas particulares: guion, dirección de un cineasta que hizo una película con nada más que una cámara, una historia y una actriz. La protagonista es una escritora que en una sesión de terapia va contando de qué tratará su próxima novela. A medida que la trama avanza, la protagonista de la película se entrelaza con el personaje de la novela, lo que le da un sentido interesante: aunque podamos imaginar cómo sigue la historia, igual queremos seguir mirando la película hasta el final.

De pronto, la voz en off de un terapeuta (recordemos que la película solo tiene una actriz) interpela a la protagonista y le pregunta si cuando estrene su novela piensa en la crítica y cuánto puede influir en ella y en su trabajo. La respuesta es tan forzada que solo a los que nos gusta escribir sobre lo que vemos nos puede conmover. Y así, la alocución se convierte en palabras que sospechamos el director ha puesto en boca del personaje. Como en un acto de venganza o como el placer de decir finalmente lo que piensa, la protagonista habla sobre la crítica especializada de los periodistas, sugiriendo que son frustraciones de profesionales que creen tener el derecho de hacer un comentario que nadie espera.

Sentí pasar de costado las balas, el frío aire del roce de las palabras que -seguramente- estaban dirigidas a todos esos fantasmas que nos acechan ante el miedo de exponer una obra, una película, y recibir la desaprobación. Sin querer, la película estaba generando en mí una especie de sensaciones en 3D, sin anteojos especiales ni sillones mullidos donde sentarse cómodamente. Claro que no a todos les llegó ese parlamento dirigido a una casta especial y siempre malquerida: la de los periodistas que comentan. No me considero, y mucho menos me jacto, de ser una crítica especializada. No son tiempos de eruditos arrogantes, pero ese momento innecesario y forzado de un director que deposita en su obra todos sus miedos y reproches sí contribuyó a que el viaje a la Sala Azul del Cine Universidad fuera distinto.

Pensé que solo ese lugar podía permitirme esa sensación: la intimidad de ese espacio lo hacía posible. Entonces, no me di por aludida y recogí el guante para escribir una columna y hablar de disfrutar la sala, corroborando que antes que una crítica, sea mala o buena, siempre hay algo que es mucho peor: que no te mencionen ni hablen de tu obra.